Enemigos públicos

Juan David Ochoa
29 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Después de una búsqueda frenética de un disidente de las Farc por las selvas de Tumaco, Iván Duque y su Gobierno militar dan parte del fin, ensalzan la gloria institucional y convocan a la confianza incondicional en las Fuerzas Armadas. Después de varios comunicados falsos pudo dar la noticia oficial, una vez más, y entrega orgulloso su primer logro de gobierno: una muerte a balazos de un delincuente escurridizo. Pero era solo eso; un matón difícil que se hizo público por la relevancia de ser un reducto de una guerrilla desmovilizada, y por el desespero de una presidencia que solo puede existir frente al argumento de un enemigo público. No hay otro sustento más en su existencia que la búsqueda de un objetivo para exterminarlo y no hay otra lógica en sus políticas de base que la persecución y la gloria por cada cuerpo tendido.

Todo podría quedar en esa reciente rueda de prensa que intenta comunicar una noticia de tranquilidad a un país aturdido por el fin de la guerra y el posconflicto, pero el paso a seguir, según la tradición y la ausencia absoluta de argumentos para seguir existiendo, es la elección de un próximo nombre para hacerlo público y mediático por un crimen coyuntural o una amenaza latente. Será, además, la excusa perfecta para neutralizar la marea de un liderazgo frustrado en temas estrictamente políticos y será el escenario perfecto para seguir pregonando que las Farc, ese viejo fantasma que les dio toda la gloria, siguen rondando las montañas. Guacho fue el comodín perfecto para consolidar una búsqueda, una promesa y un resultado. Su muerte los deja solos en la exclusividad escandalosa de sus reformas que los hará aún más vulnerables a la opinión y más propensos al artificio.

En el marco amplio de un país desestabilizado por ellos, los herederos del conservatismo incendiario tienen todos los chivos expiatorios para continuar la tradición de las leyendas enemigas. El Clan del Golfo, que solo ha cambiado de razón social para no seguir figurando como los viejos Úsuga, que fueron antes los renombrados Urabeños, y antes las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, tiene aún la figura medianamente pública de alias Otoniel, un narcotraficante enfermo que sigue prometiendo paros armados y retomas en capitales como lo prometen todas las estructuras armadas y bandas criminales diseminadas sin que tengan necesariamente la logística para hacerlo. Pero es la imagen y la amenaza que el uribismo necesita para revivir, y la potenciarán ahora que deben sustentar la permanente inversión astronómica en armamento y botas que les entrega el aura de un partido patriota y comprometido con la perfección solemne, aunque sea desmedida y peligrosa. Bajo esa misma coyuntura radicaron ya la aprobación de salvoconductos flexibles para que todos los que sientan amenazada su seguridad puedan armarse de nuevo y controlarlo todo desde la confianza de una respuesta violenta. Ese es el marco conceptual que el uribismo afianza para sostenerse en el tiempo, siempre urgido de fantasmas y amenazas para demostrar a la fuerza que no tienen sus ideas políticas.

Las sospechas sobre la muerte de Guacho siguen latentes con razón. Los antecedentes falsos y el desespero de un Gobierno por resultados que lo puedan levantar de su catástrofe en los índices de aprobación son suficientes razones para una sospecha generalizada. Que hable entonces el reemplazo de Carlos Valdez en la desprestigiada Medicina Legal, apéndice de intrigas y misterios.

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