Tras el salvaje ataque al Capitolio de Washington, cuando al fin el aletargado establecimiento republicano se dio cuenta del peligroso y dañino demagogo que habían temido y respetado como líder durante cuatro años, el capellán del Senado de Estados Unidos, Barry C. Black, dijo algo acertado: “Esta tragedia nos ha recordado que las palabras importan y que el poder de la vida y de la muerte está en la lengua”. Son muchos los que se amilanan frente a un orador altivo, insultante e incendiario. Incluso muchos de aquellos que no están de acuerdo con él le temen y prefieren callar por miedo a ser víctimas de sus vituperios. Los populistas viven y prosperan en el silencio de los cobardes.
Pero esta vez a Trump se le fue la mano: mandó a sus hordas a irrumpir en el Congreso cuando le quedaban apenas 14 días en el poder. Y al fin, al fin, el medroso establecimiento de su partido lo vio desnudo, enloquecido e inconexo, y rechazó con fuerza su última bravuconada. Lo cual no quiere decir que esta no hiciera daño. Las bombas molotov y las armas largas que tenían preparadas sus huestes, por algún milagro, no fueron usadas. Lo que pudo terminar como cuando Hitler dio su golpe de mano, con el incendio del Reichstag, el vacío de poder y la abolición de la democracia por parte del tirano, terminó, afortunadamente, en una mascarada de vikingos y carapintadas, con bates y lanzas en la mano, como una horda salvaje en dibujos animados. Pero nunca se sabe adónde puede llevar un asalto de estas dimensiones. Y el río revuelto es el ambiente perfecto para la acción demente del demagogo.
Vuelvo al capellán Black y a la importancia de las palabras. Trump estuvo azuzando durante meses con mentiras a sus turbas y el mismo día del asalto al Capitolio les señaló el camino. Lo único que le faltó fue unirse al clan de los guerreros con alguna bandera de símbolos fascistas y un hacha en la mano. Insinuó que lo haría, pero prefirió refugiarse arrellanado en un sillón de la Casa Blanca, contento de mirar la violencia en una pantalla, como si fuera un videojuego más, con las teclas de Twitter en los dedos. Solo cuando la policía acabó por dominarlos salió a decir que entendía su dolor por el robo de las elecciones, que mejor se volvieran en paz para su casa, que la batalla apenas comenzaba y que los amaba. Literalmente eso: que los amaba, “We love you”. Por tanto amor Twitter y Facebook le cerraron la cuenta.
Sí, las palabras son importantes y desencadenan la paz o la violencia, la vida o la muerte. También en Colombia tenemos retóricos que azuzan a sus huestes a quemar, arrasar, vandalizar, en nombre de una justicia que desencadena muerte y destrucción por el supuesto robo de unas elecciones, la muerte de un líder o el acto arbitrario de un poderoso. Los que azuzan aquí son como el Trump de allá: vanidosos, enfermos de egolatría, convencidos de que solo ellos conocen la verdad y saben el camino del bien y de la justicia. Tienen su misma mirada soberbia de desdén. Como dijo el excandidato republicano Mitt Romney en la madrugada del 7 de enero: “Nos enfrentamos al orgullo herido de un hombre egoísta y al ultraje de sus partidarios, a quienes él mismo desinformó en los últimos dos meses e incitó a la acción esta misma mañana”.
Terminan cuatro años del peor presidente de la historia de Estados Unidos. Y termina también un año dominado por la pandemia de un nuevo virus al que le debemos mucho dolor, mucha muerte y muchas desgracias, aunque también un único favor: la demostración de que el demagogo en la presidencia del país más poderoso del mundo era incapaz de enfrentarse científicamente a una amenaza real y seria, la COVID-19, que demostró su ignorancia, su desdén por el dolor ajeno y su incompetencia como estadista.
Ojalá la parábola de este populista grotesco, la caída en la ignominia de este fanático, mentiroso, arrogante e incendiario, nos ayude a reconocer aquí a quienes más se le parecen.