Errores ecológicos (I)

Brigitte LG Baptiste
30 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Derribar y quemar miles de hectáreas de selvas amazónicas es, a ojos vistas, el peor error ecológico que podemos cometer. Comer la carne asociada con ello, complicidad criminal. A ojos de los colonos, todo lo contrario: es indispensable para establecerse y desarrollar su proyecto de vida.

El ecosistema se regenera con algo de tiempo, es cierto: las plantas crecen de nuevo, llegan los bichos, todo se recupera, al menos aparentemente. De hecho, la noción de error ecológico es relativa a los efectos de las transformaciones de un territorio tanto en el bienestar humano como en las demás especies, dentro del umbral de sentido ecológico de nuestras actividades, limitado a unas pocas generaciones y un planeta. En dos millones de años, los narcopótamos mercurizados serán parte de las comunidades silvestres del pos-Antropoceno; así los manatíes hayan perecido, nadie estará para juzgarlo.

La introducción deliberada o accidental de especies se considera, por lo general, un error ecológico, pues implica un reacomodamiento en la funcionalidad de los ecosistemas que puede tener graves consecuencias para nuestros modos de vida, construidos con grandes dificultades para adaptarse a las condiciones físicas y biológicas de cada territorio. Casi la totalidad de nuestra agricultura, campesina o industrial, se basa en especies introducidas y en la constitución de arreglos agroecológicos que subsisten en medio de procesos a menudo antagónicos: la “naturaleza” no ayuda.

Salvo en las comunidades más antiguas, con un conocimiento complejo acerca de los ecosistemas nativos, todos nos comportamos como colonos. Los hermosos campos de Boyacá son paisajes híbridos, donde las tradiciones muiscas dieron lugar a sistemas de producción basados en el cultivo del maíz y la papa en medio de grandes praderas de pastos introducidos, vacas, cerdos, ovejas o pollos y decenas de especies de plantas que nadie sabe que llegaron de Asia, África o Europa hace apenas unos siglos: hoy son tan propios que es impensable desarmar su entramado, pero, de continuar operando como vienen, concluirán en desastre, como evidencia la continua erosión y desecación andina.

La lógica de la plantación, dice Haraway por otra parte, no solo es un error ecológico, sino un gesto colonialista violento que persiste en todo el planeta, generador de inequidad, fuente de extracción y acumulación de bienestar material para unos pocos. Buena parte del latifundio ganadero, de los extensos cañaduzales, platanales, palmares o arrozales que hoy nos alimentan fueron construidos/mantenidos a sangre y fuego por quienes se apropiaron la tierra y el agua de los sobrevivientes a las pestes, acumulando graves errores ecológicos gracias a la intensidad en uso de agroquímicos, mano de obra barata y, a menudo, plata “regalada”.

Pero ni ganaderías, ni agroindustrias, ni sistemas de producción campesina están condenados a ser compendios de errores ecológicos, pues por algo existen. De allí que con un gesto biomimético podrían aprender del funcionamiento de los ecosistemas nativos, medir los resultados de las transformaciones históricas y utilizar a su favor esos procesos y los nuevos conocimientos y valores derivados de la crisis ambiental, para seguir produciendo comida y materias primas de una manera regenerativa, mucho más sostenible, donde incluso dejar de comer carnes podría ser un gran error ecológico.

 

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