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Es mejor ser chico que grande

Pascual Gaviria
19 de noviembre de 2008 - 01:33 p. m.

TANTO CUIDAR LA GRAMA DE EL Campín de las estampidas de los conciertos para someterla al fin a la orfandad del potrero, a la triste soledad de cancha de pueblo. Más valdría haber dejado jugar al de la camisa negra, haber sacudido al coloso de la 57 con estridencias y alaridos ajenos al fútbol para curarlo de sus salitres y sus ayunos.

Porque El Campín, además de recovecudo y estrecho, es un templo con suertes trocadas y embrujos para las camisas amarillas, azules y rojas. Por lo menos en lo que toca a los últimos veinte años, tiempo suficiente para el arribo de la amargura.

La selección ha perdido en su predio una tercera parte de sus lances, mientras Millonarios y Santa Fe suman cincuenta y tres años sin poner una estrella encima de sus escudos. La más larga vigilia de títulos entre las capitales donde el fútbol es culto de domingo. La última gran hazaña que se celebró en el Nemesio fue en 1989, cuando un rival con visos de enemigo para los equipos capitalinos celebró la Copa Libertadores en cancha ajena.

Pero los melindres de la casa son apenas historieta de supersticiosos. Los malos del juego son los inquilinos: Millonarios y Santa Fe. Dos equipos que confirman que en el fútbol colombiano de los últimos años la plata es un estorbo, un tesoro de truculencias para el camerino y las oficinas, una rapiña, un espejismo que en la cancha sólo provoca nervios y apatía, manotazos y envidia.

En las décadas del 80 y 90, cuando éramos hinchas del capo regional que nos tocó en suerte, los fajos de billetes servían para filar once en fotos irrepetibles, para traer mundialistas a cuadrar su caja con el exotismo de los nuevos ricos. La plata no pervertía el ambiente en la cancha, se dieron bailes increíbles y los jugadores seguían corriendo como asalariados. Era mejor no contrariar a semejantes patrones. Las cuentas eran oscuras, pero el fútbol brillaba. La emoción de las áreas opacaba la sospecha de los balances.

Ahora parece que el juego ha cambiado. Un equipo salido del hexagonal del Olaya, una cooperativa con treinta y cinco jugadores entre retazos de formaciones más elegantes, delanteros panameños, veteranos de guerra y jóvenes recién graduados de escuela, puede mostrar sus logros y su risa frente a los compañeros de patio que gastaron millones en técnicos de postín, arqueros de selección, defensas con aires de káiser, volantes de tres soles y delanteros con la señal de los elegidos. Seguros La Equidad, con apenas dos años en primera división y un chocoano de retóricas largas en el banco que recuerda al primer Maturana, lleva tres cuadrangulares de cuatro, una final de Copa Mustang y una de Copa Colombia.

La tranquilidad de una oficina sin sobresaltos de chequera, un parqueadero sin alardes, un camerino sin niños de barrio con remilgos principescos más el silencio de una hinchada inexistente, ha permitido que el técnico dure tres años en el tablero, que los jugadores corran sabiendo que no hay nada asegurado, que metan hasta el límite de la amarilla o el descanso de la roja y se olviden del cotorreo de la prensa y los estribillos. La Equidad ha demostrado las enormes ventajas de jugar con la tranquilidad del chico. El negocio de Pimentel lo había demostrado el semestre pasado con su estrella. Mientras los equipos grandes se han convertido en bultos de intrigas y han cambiado el bus oficial por la tanqueta, los equipos chicos son negocios rentables, fabriquitas de estrellas bien sea para vender o para lucir en el escudo. En últimas nuestro torneo se parece cada vez más al hexagonal del Olaya. Lástima que no vendan chicha en las tribunas.

 

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