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Escándalos y operetas

Reinaldo Spitaletta
30 de septiembre de 2008 - 02:00 a. m.

NO HAY TIEMPO PARA LA MONOTOnía. Un día aparecen muertos y “dados de baja” como guerrilleros 11 muchachos que habían desaparecido. Otro, un asesor presidencial se duele porque, a diferencia de Goebbels, él no tiene seis mil empleados a su servicio ni un aparato de propaganda, para propalar, por ejemplo, que en esta “arcadia feliz” no hay paramilitares, ni desplazados, ni miserias. Y así, un día un escándalo; otro, una tragedia.

En los corrillos, se comenta que las cárceles, como decir Bellavista, están plenas de robagallinas y rateros de poca monta, al tiempo que conceden “casa-finca” por cárcel a un respetable ex director de Fiscalías, hermanito del Ministro del Interior y de Justicia, acusado de cinco delitos de la mayor gravedad, pero, según la juez 17 penal de Medellín, el implicado en presuntos nexos con el paramilitarismo y el narcotráfico no representa un peligro para la sociedad.

Decía que no hay espacio para la rutina. El señor Ministro del Interior sigue incólume, no renuncia porque el Presidente no se lo ha pedido ni se lo pedirá, y, bueno, ya sabemos que aquí es poco el decoro y menos la elegancia. Que esas virtudes están condenadas al ostracismo. Por eso —se dirá— es rico estar en el poder: para ejercer clientelismos, para burlarse de los pobres, para mentir, para perseguir huelguistas. O para decirle a la oposición: “No renunciamos y qué”, que ha sido un prepotente estilacho de gobierno.

Así, es fácil arrebatarle el micrófono a un dirigente obrero porque lo que dice no está dentro de los cánones oficiales, o difundir con propósitos de machería aquello tan sonado de “te pego en la cara, marica”. O desviar la atención con acusaciones patéticas a viejos gobiernos de haber transado con el narcotráfico y todo para que el caso de la visita de un delincuente a Palacio no trascienda. Mejor dicho: sabroso estar en el poder, porque se puede hacer lo que nos venga en gana.

Qué importa si se conspira contra la Corte Suprema. O si se realizan montajes de opereta contra algún magistrado. Y qué importa, además, si el pariente del Ministro está acusado de delitos, como concierto para delinquir agravado, si es que en los momentos de su captura el Mininterior estaba en funciones presidenciales y eso da tono. Y la posibilidad de dar casa por cárcel a alguien que “ha puesto en riesgo a las instituciones del Estado”. Porque para eso se portan apellidos de cacique, caramba.

Y el hermano mayor protege al menor, que así pasa en las familias de bien. Y si el menor carece de talento, qué importa, que ahí está el grande para hacerlo nombrar y ascender. Ni más faltaba, o para qué es, pues, el poder. Que se necesita un puesto como inspector, ahí está. O que eso es muy perrata, entonces lo colocamos como director de Fiscalías. ¿Y si de pronto estalla un escándalo? Qué importa. No ha sido ajena la cofradía a tales modalidades, como pasó, digamos, con el caso Dragacol, ¿te acordás?

Decía que en los últimos tiempos no ha habido lugar para el aburrimiento. Un escándalo ayer, otro hoy; un falso positivo allí, un destape de grabaciones allá. Lo paradojal, sin embargo, es que con tanto acontecimiento aquí no pasa nada. Ni con el maridaje entre política y narcotráfico, ni menos con el de política y paramilitarismo. Ni con todas las revolturas posibles. Hace años, Uribe acusó a su hoy Mininterior de fraudes electorales y hasta le dio en la cara; el otro ripostó no con rectos ni ganchos sino con que el defraudador electoral era aquél. Pero, bueno, arrieros somos y en la “Casa de Nari” nos encontramos. Y si es a bordo de una cuatrimotor, mejor.

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