Especulación financiera

Eduardo Sarmiento
24 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.

En los últimos años surgió una nueva moneda, denominada bitcoin. Los intermediarios financieros están en capacidad de crear dinero en abierta contradicción con las constituciones de la mayoría de los países que limitan la facultad a los bancos centrales y los bancos privados sometidos a la regulación oficial. Más aún, están en capacidad de propiciar rendimientos del capital que deprimen los ingresos del trabajo.

El sistema no es otra cosa que una pirámide que recibe depósitos a cambio de que las personas adquieran derechos para adquirir bienes en el futuro por un valor mayor. En virtud de la entrada creciente de afiliados, en un principio las organizaciones pueden cumplir los compromisos y atraer más clientes. En términos más concretos, se configura un marco contable en que los activos superan los pasivos y la diferencia se llena con los aportes de nuevos afiliados.

El bitcoin opera con una cotización que se valoriza cuando se amplía el grupo y sirve para atraer nuevos afiliados. Por su naturaleza digital y universal, tiene un alcance mayor que las pirámides convencionales, como la de DMG, que operó hasta hace pocos años. Los clientes potenciales son indefinidos. Por esa razón, se ha mantenido durante siete años y no se sabe cuánto más durará.

El sector financiero ha sido proclive a las organizaciones piramidales por las grandes ganancias que les significa operar con más activos que pasivos. De tiempo atrás se ha aplicado a la emisión de acciones y les significa mayores rendimientos que los activos de renta fija. El caso más dramático es el del sistema pensional. Como el ingreso de las siguientes generaciones es mayor que el de las actuales y la población más numerosa, los pasivos del sistema están representados en buena parte por los ingresos del futuro, que por definición son inciertos.

En el fondo, las pirámides son una deformación financiera causada por el excesivo afán de lucro. Al igual que las prácticas monopólicas, los paraísos fiscales, los derivados financieros y la baja tributación empresarial, constituyen un esfuerzo generalizado e insolidario para atraer fondos y reconocer retornos del capital por encima de su rentabilidad.

El antídoto contra las pirámides y la especulación es la regulación, que debe empezar por la fijación de topes a los márgenes de intermediación y algunas tasas de interés. Pero más importante es la vigilancia y seguimiento de los balances para garantizar que los activos tienen contraprestación en patrimonios y ahorros sanos y no en ingresos inciertos.

Durante mucho tiempo se consideró que el sistema financiero se ajustaba pasivamente a las economías. Sin embargo, las experiencias de las crisis financieras y en particular del período que siguió a la recesión mundial de 2008 revelan un comportamiento muy distinto. El sector aparece como uno de los principales determinantes del crecimiento y la distribución del ingreso por su enorme influencia en el ahorro y los flujos financieros. Está visto que algunos países lo emplean para atraer grandes capitales y mantener retornos por encima de su rentabilidad real. El flujo de capitales que debería ir de los países desarrollados a los países en desarrollo se invierte, ampliando la brecha de productividades. Los altos retornos del capital presionan los salarios a la baja y reducen la participación del trabajo en el producto nacional.

En este contexto, es necesario que la regulación financiera trascienda las fronteras nacionales. Debe ser parte de un nuevo orden económico mundial que propenda tanto por la defensa de la participación del trabajo en el producto como por la movilidad de los flujos de capital de los países ricos a los pobres para cerrar la brecha de productividad del trabajo.

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