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Esperando la muerte

Juan David Correa Ulloa
05 de septiembre de 2013 - 11:08 p. m.

Un hombre está encerrado en una habitación oscura esperando la muerte. Su mujer, una hechicera, pasa los días rogando por que muera.

El hombre, llamado Bartolomé Sozinho, es un negro mozambiqueño que cuando joven se enlistó en la marina imperial portuguesa. Cada día el médico Sidonio Rosa va a visitarlo para aliviar la pena. Doña Munda, la mujer, le pide invariablemente que le dé un remedio para que muera pronto. Pero Sidonio se niega esgrimiendo una ética que no es la suya. Sidonio viene de Portugal, el imperio que invadió a Mozambique en 1505 en una de las expediciones de Vasco de Gama. En el tiempo del libro, un tirano gobierna la aldea de Villa Cacimba, un pueblo casi gótico, donde viven los dos ancianos, padres de Deodolinda, una mulata de la que se enamoró Sidonio en Lisboa y la razón para la que haya viajado desde tan lejos: Sidonio y Deodolinda intercambiaron cartas de amor. Un buen día ella dejó de escribirle.

Mia Couto nació en Mozambique en 1955. Hijo de padres portugueses exiliados por la dictadura de Salazar, es uno de los autores más representativos de su país. Comenzó publicando poesía en los primeros años ochenta, y luego prosa. En español se consiguen sus novelas Jerusalén, Cada hombre es una raza, El último vuelo del flamenco, Tierra sonámbula y Venenos de Dios, remedios del diablo, novela en la que viven los tres personajes que describí al comienzo.

Couto es un escritor extraordinario, dueño de una voz narrativa tan particular, tan cuidada y medida que quien quiera que lo lea se dará cuenta de que su sencillez, su manera de mirar al mundo y sus personajes han requerido de un paciente trabajo. Quizá le viene de su oficio como biólogo. Asistir a los diálogos del médico, el moribundo y la bruja se parece mucho a ver una obra de Beckett con tintes tropicales y tercermundistas.

Lo más sorprendente de esta novela es que comienza con una naturalidad apabullante: la descripción del primer párrafo de esta columna es así de desnuda porque así corresponde al libro. Pero poco a poco Couto va complejizando las razones por las cuales cada personaje está allí. Así, la madeja se va enredando, y los secretos afloran, uno tras otro, en medio de una escritura tan prolija como simple. Es una novela para leerse de una sentada y quedarse con la sensación de cuánto valen la pena los buenos escritores: todo lo que parece difícil, ellos lo hacen parecer fácil: “No es que sea infeliz —dice doña Munda—. Lo que pasa es que no soy feliz”.

Venenos de Dios, remedios del diablo, Mia Couto, Almadía.

 

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