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Esquizofrenias

Francisco Gutiérrez Sanín
26 de septiembre de 2008 - 02:56 a. m.

LO CONFIESO: LEÍ COMPLETA LA ENtrevista a José Obdulio Gaviria que recientemente publicó El Espectador. Demasiado tiempo libre, ¿eh? Más que maquiavélica, es casi toda muy insustancial. En medio de todo, empero, Obdulio dice dos cosas que son ciertas e importantes.

La primera es que la frecuente comparación entre él y Goebbels es absurda. Lo es, y en ambas direcciones. Nadie —por apasionado que sea, por enceguecido que esté por el odio— dirá en serio que Uribe es como Hitler. A la vez, Goebbels fue el protagonista de una gran tragedia histórica que marcó el siglo 20. Obdulio, en cambio, es la comparsa de un proceso gris que cada día se parece más a un sainete.

La segunda es que la renuncia de Rodrigo Lara a su puesto de zar anticorrupción fue “esquizofrénica”. La caracterización no podría ser más exacta. No me imagino a Lara, hijo de una eminente víctima del narco, justificando la entrada de Job por la puerta trasera de Palacio. Pero salió sin decir ni mu. Esa esquizofrenia explica parte de la capacidad de Uribe de capotear todos los temporales. ¿En qué consiste? En que muchos políticos, técnicos y ciudadanos, aunque quieren luchar contra la corrupción y fortalecer al Estado y la democracia, siguen apoyando con entusiasmo a Uribe. No quieren ver que las dos cosas son crecientemente incompatibles. Alguna vez vi esto directamente. Como se recordará, Carlos Medellín —otro hijo de una víctima ilustre de la violencia criminal— era nuestro embajador en Londres. Alguna vez di una charla en Chatham House y Medellín honró el evento con su presencia. Defendió bien, con entusiasmo aunque no con hostilidad, las políticas gubernamentales. Al poco tiempo renunció, sospecho que por las evidencias de la infiltración narco en el Estado. Pero no dijo nada.

La esquizofrenia de la que se burla Obdulio apunta a ese grupo relativamente grande de gentes que rechazan los crímenes de la guerrilla, que deploran sinceramente la oleada de fango que por tantos años ha salpicado, casi cubierto ya, nuestra vida pública, y que de manera no menos genuina han visto en Uribe al hombre capaz de enfrentar ambos desafíos. Eso explica varios de los contrastes notables que los colombianos han presenciado en los últimos años y que de pronto han quedado en el olvido gracias a la ración cotidiana de escándalos de la que disfruta el país más feliz del mundo. ¿Qué hace, valga por caso, Gina Parody en la gran coalición? ¿Se acuerdan de la vez que criticó el proyecto gubernamental de acuerdo con los paramilitares y recibió de sus copartidarios una respuesta que en su lenguaje y actitudes anticipaban al Cartel de los Sapos? Pero no sacó del evento las conclusiones obvias.

Los trastornos sicológicos de una parte importante —cuantitativa y cualitativamente— de la opinión no se relacionan sólo con el narco o los corruptos. También tienen que ver con la democracia. Uribe y muchos de sus amigos se han lanzado, hacha en mano, contra lo mejor de nuestras tradiciones. La última que se le ocurrió a Uribe fue decir que los problemas de Colombia en el pasado se debieron a la falta de amor a la patria por parte de los presidentes de turno. A propósito, si alguien de la oposición dice algo parecido, y en territorio extranjero, mínimo lo acusan de traidor. Pero en realidad el enunciado no tiene esa implicación: es simplemente infantilizante y antidemocrático. La perspectiva típica, casi de caricatura, del caudillo latinoamericano. Pero nadie dijo nada.

Pensemos en el futuro. Se profundizarán los escándalos y las tensiones, las turbulencias económicas se aproximan. El amor del caudillo ya no será tan buen cobijo. En el vecindario, los presidentes gritones parecen estar acercándose a su otoño. Lula, en cambio, se halla en su esplendor. Parecería ser un buen momento para la dignidad republicana. El contexto para que los buenos esquizofrénicos comiencen a hablar.

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