Eutanasia pasiva

Jaime Arocha
24 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Mamá se murió el 3 de noviembre a los ciento dos años. Completo más de un mes de recuerdos que se repiten con insistencia inesperada. Uno de ellos es el de los ancianatos que visitamos al norte de Bogotá, cuando fue evidente que Mamá no podía regresar a su apartamento. Consisten en casas de familia a cuyos espacios originales los propietarios subdividen mediante paredes endebles de cartón-yeso. Las habitaciones resultantes son estrechas, mal iluminadas, y difíciles de asear. En las áreas sociales, viejitas y viejitos hacen manualidades o practican ejercicios con la guía de fisioterapeutas que derrochan esa condescendencia expresada diciendo “movamos las manitas” o “levantemos los piecitos”. Otros se mantienen en silencio, con sus miradas perdidas, chorreando saliva sobre el pecho. No es claro cómo la Secretaría de Salud aprueba las licencias para un funcionamiento que resulta diametralmente opuesto al que Dora Glottmann describió en un reciente artículo de opinión sobre las “zonas azules”, llamadas así porque al cartografiar áreas con mucha población centenaria, el investigador Gianni Pes usó un bolígrafo de ese color. Las exaltan en varios países por ser ámbitos excepcionales de solidaridad, afecto, actividades laborales gratificantes y alimentación sana, entre otros coadyuvantes para prolongar la vida con amabilidad. Glottmann llama la atención acerca de las responsabilidades sociales, políticas y éticas que nos deberían competir debido al número creciente de personas que hoy en nuestro país llegan a ser muy mayores, gracias a los avances en higiene, salud pública y tratamiento médico.

Con respecto al albergue para Mamá, nos salvaron las Hermanitas de los Pobres de San Pedro Claver. La dignidad de su hogar —Madre Marcelina— obedece al compromiso de las monjas y al profesionalismo de enfermeras y terapeutas. A la semana de estar allí, una ambulancia tuvo que sacarla rumbo a urgencias. De la camilla en que llegó, la pasaron a una silla de ruedas sobre la cual permanecería 28 horas, a la espera de una habitación, por fin lograda mediante palancas y no por el conducto regular. Desorientada, con reiteración preguntaba qué hacía allí. Había que repetirle que sufría una enfermedad grave, y que tenía que ejercer la cualidad casi imposible de la paciencia. A la desazón por reiterarle las mismas frases contribuía el tráfago en áreas estrechas por donde circulaban médicos y enfermeras, haciéndoles el quite a pacientes con sondas, catéteres y mascarillas de oxígeno, quienes además dependían de dos baños públicos.

Por fortuna, el fallecimiento de Mamá no fue sobre esa silla de ruedas. Sin embargo, para diligenciar su partida de defunción tuve que regresar a urgencias, donde está la respectiva administración. Sobre camillas e incluso en el suelo volví a ver a personas de 80 o más años, canalizadas, con oxígeno y sosteniendo bolsas llenas de los orines que conducían los tubitos que le llegan a la uretra. Las acompañaban una hija o una nieta, a veces un hijo. Sobre un mapa de Bogotá, ¿cómo marcaría yo esos pabellones carentes de camas hospitalarias que serían de especial premura para personas centenarias? Para dar cuenta de la eutanasia pasiva que se deriva de esas carencias injustificables e inhumanas, ¿Sería apropiado el rojo de la sangre? ¿El negro de la muerte?

* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.

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