Estamos entrenados. Desde que nacemos, entendemos que parte de nuestra idiosincrasia es llevar la contraria. No importa el grado de convicción o coherencia en aquello que debatimos; lo importante, en medio de negaciones, pataletas y sinrazones inverosímiles, es hacerse notar, poner la nota discordante, sembrar cizaña e irse a arar discordias en otro campo.
Esa habilidad explica la explosión de practicantes del oficio de la iracundia, del insulto, de levantar ampolla o de matar el tiempo sacando de casillas a los más ingenuos que acaso sean los únicos fanáticos.
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