Facebook y los votos

Héctor Abad Faciolince
25 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.

La democracia se está enfrentando al desafío más insólito, más futurista: el reto de los datos, de la inteligencia artificial, de la mejor calculada manipulación psicológica de los electores de que se tenga noticia. Antes nuestra ingenuidad y nuestra ignorancia podían ser engañadas mediante métodos que trataban de influir en masas de ciudadanos, en grupos de manifestantes convocados y enardecidos por hábiles oradores en una plaza pública. Las nuevas manipulaciones le susurran al oído a cada uno de los votantes, y usan artefactos de propaganda (que no lo parecen, que fingen ser información) distribuidos por la inteligencia artificial, para usar las palabras, el mensaje y las imágenes que más pueden calar en cada tipo de perfil.

Para dividir a los votantes según su personalidad se usan algoritmos que los van clasificando por su historial de amigos, de “likes”, de páginas visitadas, de gustos y disgustos, compras, inclinación política, edad, clase social y otros rasgos que nosotros mismos revelamos según el uso que hacemos de internet, de las redes sociales y en especial de Facebook. Cada uno de nuestros clics deja una huella, añade un trazo de nuestra personalidad, algún aspecto más de nuestra vida privada. Hay herramientas diseñadas para clasificar nuestra psicología según lo que hacemos en la red.

Se supone que cuando paseamos por el mundo virtual algunos navegadores registran y graban nuestros movimientos. Se sabe que estos datos son usados con fines comerciales. Un ejemplo sencillo: uno busca un pasaje a Capurganá por la página de viajes X. Al otro día entramos al periódico que preferimos y se nos despliega un aviso que, curiosamente, nos ofrece pasajes a Capurganá, hoteles en Capurganá, comida en Capurganá... Esto ya es molesto, pero no a todos les resulta intolerable. A veces les parece hasta útil.

Otra cosa es cuando rastrean no lo que buscas (un libro, una canción, un perro), sino lo que eres, según se desprende de lo que ves, reenvías, guardas o borras. No basta ser precavido y poner muchos filtros para acceder a los propios datos. Basta que un conocido o un amigo acepte, porque le pagan algo, el acceso a sus propios datos, porque entre sus datos está el precavido, que es uno de sus amigos. Es decir, se meten en tu casa sin tener que abrir tu propia puerta, sino a través de la puerta abierta de alguien que te sigue, de alguna persona en la que confías.

Así funcionaba Cambridge Analytica, la empresa de propaganda y de asesorías electorales contratada por la extrema derecha de Estados Unidos para crear rupturas culturales, grietas en las verdades más consolidadas, para orientar, con máquinas, unas posiciones frente a la política que ni siquiera las mejores encuestadoras del mundo pudieron prever. Después de comprar el acceso a los datos de Facebook de unas 200.000 personas, pudieron entrar a hurgar en los datos de 50 millones más de electores: todos aquellos que eran seguidos por esos 200.000 que se abrieron de patas por un puñado de dólares.

En Facebook la gente suele revelar tantas intimidades que a uno le da pudor seguir incluso a los parientes. Se siente uno mirando por el ojo de la cerradura y enterándose de asuntos tan personales que prefiere no ver. Quienes quieren manipular el voto y la opinión, en cambio, con ayuda de programas que clasifican los perfiles de Facebook según sus preferencias, quieren saberlo todo. Así podrán diseñar los mensajes específicos que harán más mella en determinado tipo de personalidad. No sabemos cuánta influencia tuvieron estos mensajes específicos para elegir al peor presidente de Estados Unidos de todos los tiempos. Pero que los gringos hayan escogido a una persona así, indica tal brutalidad colectiva que da la impresión de que muchos millones sí tuvieron que estar bajo el efecto de una manipulación colosal perfectamente diseñada. #DeleteFacebook es la consigna y el contragolpe que ha salido después de este robo grosero de la intimidad.

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