Falsos positivos

Carlos Granés
07 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

Además de haber sido un asunto espantoso e inhumano, se trató de una gran mentira, la madre de las fake news. Una mentira promovida desde el Gobierno con el fin de ensalzar la popularidad de un líder envanecido ante el aplauso que lo aclamaba como el salvador de la patria, que además sirvió para alinear a la opinión pública detrás de su proyecto político. Pero la verdad era más sórdida. Los miles de bajas que aparecían en los partes de batalla, esos que hacían respirar con alivio pues parecían la prueba evidente del debilitamiento de las Farc, de la reconquista del país y de la consecuente afirmación de una sociedad civil harta de sentirse amenazada por los secuestros y la barbarie de la guerrilla, no eran más que una campaña de autobombo teñida de banalidad e infamia.

Porque eso fue lo que hubo detrás de los falsos positivos, una inverosímil práctica criminal alimentada con premios banales (permisos, ascensos, medallitas) destinada a hacer creer a la opinión pública que ese conteo imparable de bajas guerrilleras anunciaba una victoria militar inminente. Y no. Se trataba —lo sabemos ahora— de víctimas civiles asesinadas porque sí, porque resultaba fácil y gratis hacerlo, y porque sus cuerpos eran necesarios para engrosar las estadísticas con las que se mantuvo en una especie de hechizo colectivo al país. 2.248 muertos registrados oficialmente; el doble, según otros conteos: un ejército entero de jóvenes civiles que, disfrazados de guerrilleros después de muertos, cumplieron el triste papel de cortina de humo. Fueron el sacrificio con el que se sació cierta necesidad psicológica del país, la de sentirse, por fin, protegido, ganando y terminando una guerra absurda y salvaje y atroz y hasta aburrida, cuando en realidad ocurría todo lo contrario. Nunca los pobres fueron tan vulnerables.

A toda la repulsión que produce esta barbarie hay que sumar la sorpresa. Sorpresa porque la verdad no ha generado una reacción colectiva de repudio moral ni ha conseguido que las mentes más embelesadas con el uribismo miren hacia atrás y pidan cuentas. “¿Fuimos engañados?”, “¿nos engatusaron con el cuento de la derrota de las Farc a costa de miles de jóvenes inocentes?”. Si resulta comprensible que la gente sienta furor por el líder que derrotó a la guerrilla, lo que escapa al entendimiento es que la evidencia del engaño, de semejante engaño para el que no se ha inventado un adjetivo, no haya hecho reconsiderar a sus seguidores.

Y sorpresa también porque el escándalo periodístico que desataron el descubrimiento de los falsos positivos, las denuncias de las madres de Soacha y las condenas internacionales parece haber sido poca cosa comparado a las ganancias frívolas (permisos, ascensos, medallitas) y a las ganancias graves (la apariencia de que el Ejército vence a los ejércitos irregulares que amenazan al Estado). Las noticias publicadas por The New York Times, además de preocupar, desmoralizan. ¿Cómo, después de lo ocurrido en la última década, el Ejército vuelve a privilegiar la lógica del número de muertos como prueba de efectividad militar? Queriendo resplandecer ante la opinión pública, ha vuelto a generar las más sombrías suspicacias. Algo grave, porque ante la violencia que muta y no cesa, hoy, igual que ayer, el Ejército necesita legitimidad moral para enfrentarla.

 

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