¿Falta más sangre y lágrimas por derramar?

Beatriz Vanegas Athías
03 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Parece que falta más sangre y lágrimas por derramar en Colombia. El daño ocasionado por el accionar político de los sucesivos gobiernos dirigidos por Álvaro Uribe Vélez a Colombia rebasan los límites del horror de dictaduras tan infames como la sucedida en Chile al mando de Augusto Pinochet. De acuerdo a la Comisión Valech que investiga los abusos a los derechos humanos en Chile en las décadas de 1970, entre 1973 y 1990 que transcurrió el gobierno militar, se cuentan 40.280 víctimas, entre las que se asesinaron o desaparecieron 2.250.

Las víctimas de los dos gobiernos iniciales de Álvaro Uribe Vélez que sólo duraron ocho años ascienden a casi siete millones de desplazados, es decir, campesinos y pueblerinos desterrados –ellos sí expropiados- hacia las insensibles ciudades que los acogieron con asco y con insensibilidad absoluta. A ellos, el senador José Obdulio Gaviria los nombró como” migrantes internos” con el cinismo semántico propio de este país acostumbrado a no llamar los hechos por su nombre para negarlos, y en caso de que alguien se atreva hacerlo, de nuevo el lenguaje es prostituido para estigmatizarlos calificándolos como propiciadores del odio, polarizadores, castrochavistas o gritones. Todo ello con el aval de unos medios de comunicación también prostituidos.

Pero volvamos al punto inicial. Si en trece años de la dictadura chilena se asesinaron 2.250 personas, en ocho años del gobierno de la Seguridad Democrática, se desaparecieron y asesinaron a diez mil jóvenes ajenos a la guerra, pero inmersos en un país desindustrializado que no les ofrecía posibilidades de armar un proyecto de vida digno. Se trata de la abominación que en la larga historia de la infamia colombiana se dio en llamar falsos positivos para, nuevamente cubrir con un manto de ficción la realidad atroz de que un amplio sector del Ejército colombiano reclutaba a jóvenes de todo el país, los torturaba, los asesinaba y luego los vestían con un camuflado que los hiciera aparecer como miembros de la guerrilla. Y todo esto para qué, para que siguiéramos creyendo que la seguridad democrática estaba acabando con la guerra y de paso enriquecía a los miembros del ejército que obtenían ascensos en sus carreras militares, además de bonificación por cadáver entregado. Al mejor estilo del viejo oeste, con la diferencia de que estos muertos no eran asesinos consumados.

Por eso allí está el silencio de Martha Lucía Ramírez, la actual vicepresidenta de este país desmemoriado que reelige a su verdugo en cuerpo ajeno. Allí está el llanto y la persistencia de Las Madres de Soacha cuyos hijos fueron protagonistas de una guerra que no les interesaba librar.

Hay que contarlo, hay que narrar estas infamias porque quienes tienen el poder de dirigir el país hoy, son los mismos que las patrocinaron.

COLETILLA: Ahora que México eligió la Cuarta Transformación, es hora de que las nuevas ciudadanías colombianas empiecen a trabajar por la fundación de un país más memorioso, y menos frívolo y criminal. ¿O es que aún falta más sangre y lágrimas por derramar?

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