Felices los felices

Julio César Londoño
21 de abril de 2018 - 05:30 a. m.

En una columna reciente, Mauricio García Villegas comentó las paradojas de la riqueza y la felicidad. Dijo que, a pesar de nuestra debilidad por el oro, un padre prefiere que su hijo sea pobre y feliz, no infeliz y rico. Todos los días nos repetimos que la salud es la única riqueza. ¿Para qué sirve el oro sin salud? Voltaire ponía en la cima de la pirámide la sabiduría. Quién quiere ser un bobo feliz, solía preguntarse, filosófico, echado sobre el regazo de señoras inteligentes y casadas.

Un poco antes, Erasmo había demostrado que la sabiduría era una necedad, un bostezo largo, y que la estupidez era un requisito sine qua non de la felicidad.

En las redes sociales reina la ternura. ¿De qué sirve el oro, la salud y la sabiduría si no hay amor?, preguntan los videos mientras una pareja flota, tomada de las manos, sobre los trigales de Schubert y el amor. El amor es una suerte de aleph, el punto que contiene todos los puntos, el norte óptico donde convergen los ojos de Magdalena y Jesús, de Petro y Fajardo.

La paradoja estriba en que el oro pierde todas las batallas, pero gana la guerra. En la práctica, la gente sacrifica lo que sea, la felicidad, la hija, la sabiduría, la salud y el amor en los altares de Baal. El razonamiento es breve: si tengo oro en la bolsa, puedo contratar sabios, médicos y mujeres amorosas, y ser feliz.

Los románticos saben que el oro no puede comprar nada.

Los bárbaros ya lo compraron todo.

Quizá no haya una palabra más pronunciada que la felicidad. Es ñoña y popular. ¡Los países desarrollados tienen ministerios de la felicidad! Hasta Venezuela tiene uno. Hace 50 años el mundo era más sensato: los líderes y los gobiernos medían índices de bienestar y ahí se detenían, comprendiendo, sabios, que las dichas y las desdichas privadas no eran asunto de su incumbencia

De la escasez del corazón habla la boca, dice el proverbio. Cuando la palabra honestidad o la palabra paz se pronuncian con frecuencia, significa que la honestidad y la paz escasean. Si la industria del entretenimiento es tan próspera es porque el mundo es aburrido. Es por eso que uno se aferra a lo que sea, por ejemplo a Netflix; o se casa. “No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”.

Si la felicidad está en boca de todos, es porque la desdicha cunde... ¡por fortuna! No hay nada más insoportable que las personas felices.

Si limitaran su dicha al consumo doméstico, uno podría soportarlos. La joda estriba en que los felices irradian felicidad. Son evangelistas del credo de la dicha y van por el mundo dando consejos y nos explican con detalle cómo superaron los espejismos del mundo y la carne, el día que arrojaron a la basura el whisky y el tabaco, sus celosas rutinas de dieta y gym. Si en un momento de ingenuidad se nos ocurre confesarles que tenemos un hijo bazuquero y punk, ellos suspiran conmovidos y nos dicen que, gracias a Dios, sus muchachos son veganos, piadosos y políglotas, y están becados en Yale.

Los felices lo saben todo, las cosas de este mundo y las del otro, los mecanismos secretos de los filtros del amor, el diámetro del aura de los santos, las rutas de los extraterrestres, las virtudes energéticas del cuarzo, los pensamientos más recónditos de Dios, las leyes últimas de la causalidad y el poder de la PNL.

Si nos atenemos a las encuestas, las ¾ partes de la población mundial son personas felices. Cuando cruzo este dato con los horrores de los noticieros, pienso cómo será el mundo cuando todos seamos dichosos, ¡y tiemblo!

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