Como consecuencia de la pandemia, no pocos analistas están pronosticando escenarios de hambre, saqueos y hasta tiranías de derecha o de izquierda, incluyendo a los que, en una forma u otra, pronostican y sueñan con el fin de la democracia liberal. A estos últimos hay que decirles que sí, la democracia liberal se puede acabar, ella ha sido parte constitutiva de la sociedad moderna, una creación humana de tan solo unos 200 años. Y lo creado por los humanos también puede ser destruido por los humanos.
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Como consecuencia de la pandemia, no pocos analistas están pronosticando escenarios de hambre, saqueos y hasta tiranías de derecha o de izquierda, incluyendo a los que, en una forma u otra, pronostican y sueñan con el fin de la democracia liberal. A estos últimos hay que decirles que sí, la democracia liberal se puede acabar, ella ha sido parte constitutiva de la sociedad moderna, una creación humana de tan solo unos 200 años. Y lo creado por los humanos también puede ser destruido por los humanos.
El miedo y otros sentimientos que ha generado la pandemia están siendo hábilmente aprovechados por muchos para socavar las bases de la sociedad abierta. Algunos se camuflan diciendo que defienden la democracia, el gobierno del pueblo, pero aducen que es necesario acabar con el liberalismo. Como hay incautos que les creen, es bueno recordar que la democracia sola, sin el liberalismo, es un camino empedrado de buenas intenciones que solo conduce a la servidumbre. Porque con el fin del liberalismo se estaría enterrando una de las bases de la modernidad, la idea del pluralismo, una noción que afirma que el fermento más vital para la convivencia de una sociedad radica en la diferencia, no en la uniformidad. La autocracia, el despotismo, el totalitarismo son mundos de un único color, de un solo libro, de una sola idea. El pluralismo supone y necesita la tolerancia, y así consolida la libertad negando el dogmatismo y el fanatismo.
El liberalismo también se basa en la idea de la libertad política, la coexistencia de la libertad individual con la libertad ajena y con una resistencia a la opresión, protegiendo a los ciudadanos por medio de la ley. Por eso, Locke dijo en el siglo XVII: “Donde no hay ley no hay libertad”. Cuando gobiernan las leyes, se erradica la voluntad arbitraria, despótica o estúpida del gobierno de uno solo. Es cierto que la libertad política es primero una libertad negativa, una defensa contra la opresión, pero sin ella jamás podrá existir la libertad positiva, la que permite planear y editar cursos alternativos de vida.
De esta forma se comprende que, mientras la democracia es la respuesta a la pregunta de quién debe gobernar, el liberalismo es una respuesta a la pregunta de cómo se debe gobernar, y responde que se debe gobernar con límites, tanto en el espacio como en el tiempo. Y le pone límites y contrapesos al poder porque, aunque la democracia clama ser el gobierno del pueblo, en sociedades de gran tamaño ese pueblo, por medio de las elecciones, no gobierna, sino que decide quién gobierna. Y los que gobiernan son sus representantes, que siempre son minoría, si se quiere, una élite que, si no se le ponen límites y contrapesos, puede devenir en una oligarquía que trata de mantenerse indefinidamente y concentrar todo el poder, incluyendo el poder económico.
Por eso, el liberalismo argumenta que al poder solo lo frena el poder. Por eso mismo cree en la separación de poderes y en la existencia de un número relativamente amplio de fuerzas sociales autónomas, como la sociedad civil y la economía de mercado. Cuando recordamos a los hermanos Castro, a Chávez y a Maduro, a Ortega y a los autócratas de otras latitudes, que claman ser demócratas y representantes del pueblo, también entendemos por qué debemos defender las ideas liberales.