Fiscal desbocado

María Elvira Samper
16 de mayo de 2015 - 09:00 p. m.

El fiscal Eduardo Montealegre nos tiene acostumbrados a utilizar los medios —solo algunos y solo algunos periodistas— para filtrar información, hacer anuncios, proyectar decisiones, atacar contradictores y formular polémicas propuestas.

Su plataforma de lanzamiento preferida son las entrevistas con Yamid Amat y usó la del domingo pasado en El Tiempo para enfilar baterías contra el Gobierno y el Congreso por el proyecto del equilibrio de poderes, y contra el expresidente Uribe por haber politizado la justicia. También para amenazar con demandar la ley si es aprobada.
 
Esa entrevista ha sido tal vez el mayor ‘fuera de lugar’ de los varios que ya contabiliza Montealegre en el ejercicio del cargo, del que ha abusado no pocas veces al traspasar sin pudor los límites de sus funciones. Y es especialmente grave porque plantea un doble choque de trenes: con el Congreso y con el Ejecutivo. Con el primero porque lo declaró incapaz de reformar la justicia y con el segundo porque lo acusó de utilizar la reforma como pretexto para deslegitimar a la justicia.  No descarto molestias en la Corte Constitucional a la que dio cátedra sobre cómo fallar.
 
Si bien es cierto que el proyecto no es el ideal y que hasta ahora el Congreso se ha rajado en las reformas a la justicia, justo es reconocer que en esta oportunidad ha hecho la tarea. La ofensiva del fiscal y de la Comisión Interinstitucional contra el proyecto y su propuesta de una Constituyente no son otra cosa que la reacción de unos intocables que se resisten a perder el blindaje con que los revistió la Constitución del 91, a renunciar al poder clientelista que les confieren las funciones electorales y a quienes les quedaría bloqueada la puerta giratoria que ha permitido pasar de una corte a otra para mantenerse en la cúpula del poder judicial. 
 
Montealegre tiene poder y lo ejerce y lo utiliza en provecho propio, y con el argumento de que cambió el perfil del fiscal y de que su condición de tal no le suprime sus derechos ciudadanos, se da patente de corso para opinar sobre todo sin medir las consecuencias. Pero la gran proyección pública de que goza ha servido más bien para desacreditarlo. Las encuestas registran muy altos niveles de desconfianza y de pérdida de credibilidad en la Fiscalía y en el fiscal. Montealegre es percibido como un hombre soberbio y vanidoso, que antepone sus intereses personales y políticos al interés superior de administrar justicia, que casa peleas y hace clientelismo con la nómina. 
 
Así las cosas, poco importa qué tan elevados sean los fines que invoca,  pues cada propuesta, cada pronunciamiento, es interpretada en función de su afán de poder. A imagen y semejanza del procurador Ordóñez —otro que abusa del cargo—, el fiscal Montealegre se ha convertido en protagonista de primera línea de la política, pero no solo y en forma exclusiva de la política criminal —una de sus misiones—, sino también de la política de paz, de la cual es un aliado imprudente y no pocas veces incómodo para el Gobierno y los negociadores en La Habana.
 
En momentos en que la justicia pasa por la más profunda crisis de legitimidad, flaco favor hace un fiscal desbocado, cuya gestión en términos de resultados está muy lejos de lo que ofreció cuando llegó al cargo. En diciembre de 2012, ocho meses después de posesionarse, desde una de sus entrevistas-plataforma con Yamid Amat, Montealegre lanzó un carga de profundidad contra sus antecesores y dijo que había encontrado un caos, una Fiscalía paquidérmica, desorientada, sin rumbo y sin política criminal, que había pagado un duro precio por no tener penalistas en su dirección. A 10 meses de dejar el cargo, ¿qué Fiscalía nos va a dejar Montealegre?   ¿Una Fiscalía politizada?

 

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