Prefiero la palabra negro a la palabra afro.
Es más contundente, más bella, más sonora que la palabra blanco. Pero entiendo por qué se apela a la noción de origen geográfico y no de raza. Aún en nuestra sociedad, que finge no ser racista, se insulta a veces llamando “negro” al negro. Generalmente, claro, con cualquier adjetivo infame añadido.
Sin embargo, los seres humanos somos libres de definirnos o no desde la raza, el género, la creencia. Ser negro, o mujer o ateo, es algo que uno puede anteponer a lo demás o no. Para bien o para mal, hay negros y mujeres y ateos que no actúan desde esa condición suya y eso hay que respetarlo. En La mancha humana, el novelista Philiph Roth no sólo se burla de los excesos de lo políticamente correcto, sino que muestra con inteligente ironía el complejo problema de la identidad. Coleman, su personaje, es acusado de racista por hablar inocentemente en clase de humo negro. Pero resulta que él es —aunque los demás no lo saben— uno de esos “negros de piel clara a los que a veces se les toma por blancos”. Y, sin embargo, no se ve esencialmente como negro, sino como un profesor judío.
Que el presidente Santos afirme durante la cumbre que Alfonso Gómez Méndez y Amylkar Acosta son su cuota afro en el alto gobierno no sólo es un disparate, sino un acto de oportunismo y un irrespeto. Porque ellos no son ni han sido jamás representantes de la comunidad afro. Pero también porque Santos no tendría que hablar de ellos desde su raza —que, además, en una sociedad mezclada como esta no es fácil de rotular— cuando ellos mismos no lo han hecho. LOS ESTÁ USANDO.