La foto del presidente Duque vestido de policía, oscura, con la mano en el pecho, rodeado de policías en la fría noche bogotana, no es frívola como otras que se ha tomado.
Es una foto premonitoria, con mucho significado político. Representa la bandera de la autoridad y desafía a un amplio sector de la ciudadanía y de la política que, así reproche el vandalismo, considera que el caos del 9 y 10 de septiembre fue provocado y seguido por una brutalidad policial inaceptable. Que el hecho de que al menos 92 policías abrieran fuego contra ciudadanos, y que hayan muerto 14 jóvenes y ningún policía, requería un gesto más democrático y menos aprobatorio. Millones de ciudadanos no aceptan la tesis de la defensa o retoma de CAI, porque muchos videos muestran policías disparando indiscriminadamente sin estar defendiendo su vida. Algunos vieron que en Mineápolis , el día que explotó la protesta por la muerte de George Floyd, los policías se retiraron de una estación de policía (no quedó uno solo) mientras la turba la incendiaba frente a la televisión mundial.
La pregunta es si el camino de solo autoridad que muestra la foto resolverá el problema de protestas y violencia. Muy posiblemente lo agravará, porque a la protesta de principios de año se suman la crisis social de deja la pandemia (4,5 millones de desempleados y el 34 % de los jóvenes de Bogotá) y las heridas y rabia de que el presidente no se ponga del lado de la ciudadanía sino de la Policía y reduzca la protesta a criminales del Eln y reincidencias de las Farc.
¿Por qué entonces toma el presidente una postura tan radical? ¿Por qué no está interesado en evitar más olas de protestas y violencia que crisparán al país y perjudicarán la recuperación económica? La misma pregunta se hizo cuando Donald Trump, ya golpeado políticamente por su mal manejo de la pandemia, en lugar de tratar de calmar las protestas en más de 130 ciudades estadounidenses las aprovechó políticamente para construir una narrativa electoral —ley y orden—, abriéndose camino con violencia policial entre quienes protestaban para tomarse una foto con la Biblia frente a una iglesia, que fue su respuesta populista.
Quizás haya dos respuestas. Una inmediata, salvar su responsabilidad política frente a un hecho que puede marcar su presidencia. Y una estratégica, polarizar, que se suma a las tendencias hacia la uribización que viene mostrando Duque este año: derechización y autoritarismo.
Una estrategia para manejar los dos difíciles años de gobierno que le quedan y la próxima campaña electoral de su partido. Porque Duque parece resignado a abandonar las que aspiraba fueran sus improntas: moderación, centrismo, popularidad y no mermelada. Y parece ser consciente de la espada de Damocles que pende sobre su cabeza: que al final de su gobierno el país haya retrocedido en los dos grandes logros de este siglo, las reducciones de la pobreza y de la violencia.
A falta de resultados y herramientas para manejar la protesta social, la crisis económica, el deterioro de la seguridad y la oposición de Gustavo Petro, que potenciadas por la pandemia van a crecer, retornar a la esencia uribista basada en los enemigos —ahora Eln y Petro— le aporta la vieja narrativa del conflicto: autoridad versus caos.