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Frías cifras, tristes realidades

Roberto Esguerra Gutiérrez
10 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

EN MI ÚLTIMA COLUMNA ACUDÍ A unas cifras para ilustrar las preocupantes tendencias de algunos indicadores de salud pública. Algunos de mis amables lectores se lamentaban de que haya que recurrir a las estadísticas y a los números para demostrar lo que todos sabemos y sufrimos a diario, pues ello lleva a presentar de manera fría lo que en realidad son verdaderas tragedias humanas, que convertidas en una cifra se transforman en hechos distantes que a nadie conmueven.

Bienvenida la invitación a que seamos conscientes de lo que las frías estadísticas encierran. Por ejemplo, una madre que muere en el parto, de una causa potencialmente evitable, seguramente dejando varios huérfanos y un hogar destrozado y sin sustento, constituye una tragedia inenarrable. Esa mujer, que tiene un nombre y sentimientos, muy probablemente es cabeza de familia que trabaja sin descanso para dar lo esencial a sus hijos, deja un vacío que nadie podrá llenar para unos hijos que no podrán contar con su protección y su guía, unos huerfanitos que no tendrán la posibilidad de refugiarse en sus brazos cariñosos. La tragedia de esa madre que muere, así fuera una sola, no puede ser representada jamás por ninguna cifra, por más significativa que sea.

Cada niño que nace con sífilis, ¡85 años después del descubrimiento de la penicilina!, es una aberración que no tiene nombre. Que cada año en Colombia nazcan más niños con una enfermedad totalmente curable es una monstruosidad. Muchos de esos niños morirán en el anonimato, porque su muerte dolorosa y evitable sólo afecta a unos pocos. Otros sobrevivirán y tendrán que soportar de por vida alguna de las consecuencias de la enfermedad que los limitará, deformará o incapacitará, tragedia que tampoco conmoverá a ningún corazón porque representa una proporción pequeña de los niños que nacen todos los días. Ninguna estadística puede representar lo que cada una de estas tragedias significa para colombianos de carne y hueso.

Como las estadísticas son promedios ocultan, además, las profundas diferencias con que convivimos en nuestro sistema de salud. Sacamos pecho para decir que hemos podido reducir la mortalidad infantil de manera significativa, aunque seguimos atrás de nuestros pares en la región; afortunadamente desde mediados del siglo pasado la reducción ha sido continua. Pero si uno se detiene a analizar un poco más a fondo, podrá ver cómo en el Chocó y en el Guainía se mueren tres veces más niños que en Antioquia o en las principales ciudades; que el número de mujeres que mueren por el embarazo o el parto es cuatro veces más alto en el Chocó que en Bogotá y tres veces en La Guajira, Cauca, Magdalena, Cesar o Caquetá. Muchas de estas cifras se asemejan a las de los países más pobres del África, mientras que las de algunas de nuestras ciudades se acercan mucho a la situación de los países más desarrollados.

Las cifras esconden todas estas realidades humanas y han vuelto nuestros corazones insensibles a las tragedias. Es evidente que el sistema de salud es profundamente inhumano, y ahora que el Gobierno y el Congreso se disponen al diseño de un nuevo modelo de salud, vale la pena una reflexión sobre lo que significan para una sociedad estas tragedias que son prevenibles, evitables o al menos mitigables. Que en las discusiones recordemos que estos números representan vidas humanas, enfermedades, limitaciones y sufrimientos, para ver si logramos que el nuevo sistema tenga como eje al ser humano y a la humanización como rectora, de manera que deje de primar la obsesiva fijación en los temas económicos, porque en este momento el problema no es de plata, sino de corazón y de modelo de salud.

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