Frutos de raíces dispersas

Eduardo Barajas Sandoval
27 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

Está por comprobarse si todos los migrantes dejan de verdad para siempre su país. Una cosa es irse de un lugar y otra consumar el desarraigo del alma, el abandono, el desinterés, la nostalgia o el olvido. Quienes se van a buscar una vida nueva, en otra parte, pasan a vivir dos vidas: la del recuerdo y la de la renovación, que por lo general seguirán entrelazadas para siempre.   

Los habitantes “fundacionales” de países que luego crecieron con la convergencia de ríos de inmigrantes pasaron después a compartirlo todo con grupos humanos de diversa procedencia. Desde entonces, cuando la inserción de los recién llegados se produce en un ambiente democrático, se convierten en titulares de los mismos derechos y abrigan las mismas aspiraciones. 

Los procesos de integración y emprendimiento, en el marco de un sistema igualitario, han permitido que la prosperidad económica y social premie los esfuerzos de los inmigrantes. Pero su participación en la vida de la nación de la que pasan a formar parte no queda confinada a una realización personal, o grupal, alejada de la política, pues resulta inevitable que el interés, la dedicación y la búsqueda de oportunidades se extiendan también al ámbito de la discusión de los asuntos públicos y la consecuente disputa por el poder.  

Los ejemplos de avance de los inmigrantes, o de sus hijos, en el terreno político, son cada vez más ostensibles: Sadiq Khan, alcalde de Londres, es hijo de padres paquistaníes; Nicolás Sarkozy es de origen húngaro y griego; Anne Hidalgo, alcaldesa de París, es de origen español, como lo es el ex primer ministro Manuel Valls; Donald Trump recién viene de alemanes y escoceses, ostenta una segunda esposa balcánica, y quienes fueron sus principales competidores por la candidatura republicana son de origen cubano. 

El Imperio británico fue un formidable, y temible, promotor de migraciones, unas programadas fríamente desde Londres, otras forzadas por las circunstancias. La más trágica fue la de los africanos traídos a las plantaciones de América. Australia, por su parte, fue destino forzado de miles de convictos. Millones de chinos laboraron a la fuerza en tierras ajenas. Y cientos de miles de habitantes de la India terminaron, por su voluntad o en contra de ella, en otras partes del mundo. Así Gandhi perteneció a la comunidad india de Sudáfrica y V. S. Naipaul, el premio Nobel de Literatura de 2001, viene de una familia india instalada en Trinidad, frente a la desembocadura del Orinoco.

En ocasiones los migrantes mantienen su atención puesta en lo que dejaron atrás y están dispuestos, desde la comodidad de la distancia y la fortaleza de su prosperidad, a tomar partido en luchas que formaron parte de su pasado. A veces dan refugio a militantes de sus simpatías, y apoyan política o financieramente a algún bando de sus viejas luchas. Motivos todos por los cuales en sus países de origen existe un recelo entendible respecto de su posición y su actitud. 

La reciente visita del primer ministro canadiense a la India permitió que saliera del armario todo un muestrario de ese recelo, en relación con los inmigrantes indios en América. A su llegada a Nueva Delhi, y a lo largo de su recorrido, Justin Trudeau no fue tratado como otros gobernantes, ni como la celebridad internacional en la que se ha convertido. Su émulo local no lo recibió en el aeropuerto, como suele hacerlo, por fuera del protocolo, y diferentes responsables locales no se hicieron presentes en algunas instancias de la visita. 

La razón de la molestia sería la impresión equivocada que existe, en algunos sectores de la India, de que el gobierno canadiense habría mostrado alguna simpatía hacia representantes del movimiento independentista de los sikh, comunidad que tiene una fuerte presencia en el mosaico de nacionalidades inmigrantes en el Canadá. Interpretación “reforzada” por el hecho de que Harjit Sajjan, el ministro de Defensa del gabinete de Trudeau, nació en una aldea india del Punjab, y pertenece a la comunidad sikh, cuyo turbante y signo de identidad lleva con el mismo orgullo de su condición canadiense. Algo entendible y normal dentro del talante liberal y abierto de los canadienses, pero que puede ser visto de manera diferente desde el ángulo asiático.  

Los promotores de la fundación de un Estado sikh, Jalistán, se reclaman herederos de un antiguo imperio caído en el siglo XIX ante el empuje de las tropas inglesas y anexado a la entonces colonia británica de la India. Movimiento reprimido en los años 80 del siglo XX, cuando a raíz de un intento de independencia el gobierno indio bombardeó el Templo de Oro, supremo lugar sagrado de los sikhs, que se vengaron mediante el asesinato de quien dio la orden del ataque, Indira Gandhi, asesinada por sus guardaespaldas sikh. 

El gobierno canadiense ha negado rotundamente la especie, pero ahí está el flamante Trudeau cuidadosamente menospreciado por algunos dignatarios indios y ridiculizado por amplios sectores de la sociedad y la prensa, no solo por la ridiculez de vestir inapropiadamente trajes típicos de la India, que no le van, sino por interpretaciones derivadas de las complejidades de la migración. Fenómeno que en nuestros días surge de una mezcla desordenada de desgracias y coyunturas, en atención al instinto de marcharse en busca de oportunidades de bienestar, y hacia la realización de derechos humanos entendidos en una acepción mucho más amplia que la de hace unas décadas. Todo esto en un mundo en el que resulta inocuo y contraproducente tratar de construir muros de separación, después de que la fotografía digital abrió el paso a nuevas dimensiones de medios de comunicación que están en manos privadas, prácticamente en cualquier lugar del mundo. 

La migración es hoy la revuelta, en ocasiones ruidosa y en otras sigilosa, de gente que quiere cambiar radicalmente su destino, o que se ve obligada a hacerlo, por encima de fronteras, barreras y gobiernos. Es la promotora de nuevas realidades culturales, mixtas, difíciles de comprender para muchos, pero de lógica elemental para sus protagonistas. Reto complejo para los gobernantes, que se debe afrontar con apertura y generosidad, y con una práctica oportuna de la anticipación, para que el fenómeno no termine por deformar más fronteras y afectar en desorden la configuración social de los estados que se traten de resistir. Proceso frente al cual se debe actuar ante todo en la fuente de los problemas, porque nadie abandona su terruño original cuando allí puede encontrar oportunidades verdaderas de ser feliz; y que por otra parte requiere de la apertura de nuevos y mejores espacios comunes, para que el bienestar se extienda cada vez a sectores más amplios de la humanidad.  

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