Genocidio

Juan David Ochoa
07 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

No tiene sustento ni razón ahora contar los muertos que ascienden estruendosamente desde que el Acuerdo de Paz señaló los fundamentos del desastre histórico y sus soluciones urgentes. Las cifras acumuladas y las estadísticas crecientes de atentados a perfiles estrictamente definidos ya no son más que un manoseo de la frivolidad para agigantar escándalos mediáticos a cuentagotas. Los muertos han superado todos los límites del espanto y no necesitan de una enumeración semanal para que quede clara la verdadera síntesis del terror: el genocidio. Su definición es clara y exacta aunque pese tanto nombrarla por interés o por pudor: exterminio sistemático de un grupo social por motivos políticos, raciales o religiosos.

Aunque la mortandad venía en ascenso desde los mismos intentos por reestructurar la tierra y revelar la verdad de todos los protagonistas y estamentos del conflicto, fue después de la elección de ese paradigma y concepto del poder que representa el rostro de Iván Duque cuando se dispararon todas las alarmas y empezaron a caer, en una explosión acelerada de violencia, nuevos nombres con el mismo perfil y el mismo antecedente: ser partícipes y líderes de procesos sociales que pretenden la devolución de tierras usurpadas y una reinvención estructural en regiones con antiguos y conocidos predominios del paramilitarismo todopoderoso. Es evidente que esas estructuras se sienten legitimadas ahora por el nuevo poder aunque su posesión no se haya hecho oficial. Por eso resulta más infame y canallesco que sea el mismo ministro de Defensa, otra vez, quien salga públicamente con rapidez y efectividad a demostrar pasados oscuros y actos inmorales de los muertos, y nunca haya aceptado, entre todos los centenares de víctimas del exterminio, ninguna causa asociada a la fragilidad de sus trabajos sociales y sus búsquedas. Es humillante que el Estado, a través de su vocero más comprometido en el escándalo, termine por escupirles la honra y la última dignidad que les queda entre la impunidad.

Sobre toda esa oscuridad, resultan más horrendas las propuestas políticas del gobierno electo para solucionar los problemas fundamentales del Cauca, Atlántico y Chocó: departamentos azotados por el olvido y el estigma, por la espiral criminal de la marginación y la revictimización cuando estallan en ellos los métodos desesperados de sobrevivencia en cultivos ilícitos y luchas sociales. Es justamente en estos territorios donde sigue disparándose el exterminio, y es en esas mismas zonas donde el uribismo propone los mismos métodos que alimentaron la putrefacción: persecución y glifosato, represión y celdas para todo el que viole la sacralidad de un dogma que no entiende de sociología ni de historia universal ni de principios antropológicos del conflicto. Es un desastre que en el curso más frágil de la restauración social sobre una guerra terminada vengan ahora a gobernar los mismos que la afianzaron; los mismos que marcaron las frentes de los opositores con el sello ligero y mortífero del terrorismo por sospecha; los mismos que se niegan a devolver las tierras de ese vieja estirpe de pájaros por simple y cruda ruindad; los mismos que seguirán negando que el Estado no tiene culpa alguna sobre sus mármoles de realeza aunque los cuerpos sin alcurnia sigan cayendo a sus pies, exterminados por nadie.

 

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