No sirven, en sus estudios aparentemente rigurosos sobre la efectividad del glifosato, las evidencias absolutamente inútiles y catastróficas del Plan Colombia que ese otro presidente atronado y perdido, Andrés Pastrana Arango, firmó convencido de su patriotismo magnánimo, aunque todo lo demás se destruyera, y aunque todo quedara igual: con resultados nulos en la guerra contra los cultivos ilícitos y el narcotráfico. Pero la estirpe presidencial siguió insistiendo en el uso de todas las formas de lucha, aunque supieran de antemano de su ineficacia, pero acudiendo a esa moral nefasta de la insistencia por evitar la verdad políticamente incorrecta de su rotundo fracaso y de la única opción posible: la legalización.
Juan Manuel Santos optó por su erradicación en 2015, sumado a un fallo de la Corte que afirmaba la precaución por inconveniencias evidentes, citadas por la OMS y demás organismos internacionales que alarmaban sobre sus consecuencias peligrosas para la biodiversidad, la salud humana y la sobrevivencia de los animales. Los estudios y las cifras están más firmes en la inconveniencia del uso del glifosato como método de erradicación, pero el Gobierno de Iván Duque, desde el inicio de su periodo, lo tuvo como una obsesión profunda entre la terquedad de su partido que sigue negando las posibilidades alternas por estar en contravía de sus discursos. La sustitución, según las cifras y los contextos, era el método más eficaz después de la desaparición de los grupos armados que dominaban las zonas de esa tradición. Las dejaron abandonadas para que el Estado las ocupara con inversión y presencia y reafirmara, por fin, la extensión de su poder en su propio territorio. Pero nada de eso sucedió, aún en los últimos tiempos de Santos. El Estado y su burocracia suicida demoró los procesos, y en la retoma del poder del uribismo se vino a pique la última posibilidad de ejecutarlo, afianzando la excusa perfecta para que volvieran al paradigma retrógrado de la persecución sin fin con métodos arcaicos, y con el único beneficio de una imagen inútil pero cosmética en sus estrategias políticas: negarse a las alternativas de paz y afianzar la idea del conflicto con un enemigo visible para sostenerse en el tiempo.
Saben que el glifosato es inútil, y que los cultivos ilícitos y el narcotráfico jamás podrán ser alcanzados por los recursos de la persecución estatal. Lo saben desde siempre, desde los años 80 cuando empezaron a reconocer la extravagancia del poder de un fenómeno apetecido por toda la demanda del mundo, y lo reconocieron en silencio en la década siguiente, cuando los humilló la desbordada riqueza y el desbordado poder de los jefes de los carteles que hicieron lo que imaginaron con la institucionalidad y los obligaron a ceder a sus delirios. Se construyeron cárceles a su gusto y compraron todos los pelotones enemigos que pudieron, firmaron leyes con el lobby impuesto en el Congreso y eligieron presidentes. Lo hicieron todo, hasta que las estructuras entendieron que la eficacia mayor estaba en reducir la visibilidad de sus máximos jefes, y sintetizar en pequeñas empresas invisibles un microtráfico líquido y volátil ante las fuerzas del Estado. Allí están aún, recibiendo, hasta que ellos mismos lo decidan, los cargamentos y los químicos perfectamente empacados desde las cocinas y los campos que tendrán nuevas alternativas ante el veneno que lloverá del cielo. Curiosamente, los embajadores con laboratorios en sus fincas también tendrán que modificar su mitología de trabajo, ante las nuevas órdenes del comandante en jefe.