Gobernabilidad, mermelada e ideología

Francisco Gutiérrez Sanín
17 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Coinciden varios medios y analistas en que uno de los grandes retos del gobierno de Duque para este año es aumentar —o mejorar— su gobernabilidad. Si por gobernabilidad entendemos la capacidad por parte de un presidente de sacar adelante lo que se propone, entonces tienen razón.

Ahora bien: aquella definición implica que no es cierto que entre más gobernabilidad haya, mejor está el país. La agenda del primer mandatario podría contener muchas iniciativas nefastas. Entonces nos iría mejor a todos si es débil o inepto. Colombia está llena de ejemplos de gran valor histórico de incompetencia salvífica.

A la vez, la definición sugiere que todo político en el poder trata de aumentar su gobernabilidad. ¿Por qué la de Duque parece ser tan precaria? Por tres razones básicas: dificultades en el Congreso para sacar adelante sus iniciativas, rechazo en los sondeos de opinión y movilización en las calles. Las tres se alimentan mutuamente. Por eso se ha afirmado que el origen de todos los males de Duque es haber suspendido la provisión de mermelada.

La versión, aunque bonita, no casa tan bien con los hechos. Claro que aquí necesitamos más evidencia sistemática (¿Duque ha distribuido más o menos jalea que sus predecesores?). Pero, por lo que sabemos, ha concedido muchos favores, recuperado accesos para los poderosos de siempre (¿recuerdan la devolución de la administración de los parafiscales a Fedegán? Es sólo un ejemplo entre varios posibles) y entregado gran cantidad de puestos a amigos y amigas. Todo encaja con el mensaje permanente del uribismo en este terreno, que es: distribuir favores no está mal, con tal de que sea a las personas correctas. Lo de Andrés Felipe tiene por eso un enorme valor simbólico.

El problema de Duque parecería ser más bien que la mermelada no alcanza para los de adentro y para los de afuera. Y entonces se ha concentrado en los primeros: demandantes en su propio partido y en sectores económicos claves, que ya han recibido lo suyo a manos plenas. En la lista están tanto amigos como potenciales disidentes: no está bien visto hablar con la boca llena. Eso efectivamente lo dejó sin mucho que ofrecer a otras fuerzas, e hizo más estrecha su base de gobierno.

Podría pensarse que limitar la explicación de la debilidad gubernamental a incentivos distribuidos de manera endogámica constituiría un punto de vista demasiado cínico: pese a que nuestro sistema político es muy clientelista, las ideas deben contar para algo, ¿cierto? Sin duda. De hecho, Creo que en ciertos sentidos pesan cada vez más. Pero, en el plano de los programas y propuestas, este Gobierno es también, por lo menos en su retórica para la galería (ignoro cómo transcurran las reuniones a puerta cerrada), intemperante al extremo. Contesta críticas y denuncias con la estigmatización, siguiendo línea por línea el manual discursivo uribista: si quien habla es una figura que proviene de alguna fuerza de las llamadas tradicionales, se trata de un “politiquero” en busca de mermelada; si no lo es, entonces es un comunista, o un mamerto, o un forista de São Paulo. Esta clase de automatismos forma gente muy capaz de hablar, pero malísima para escuchar.

La incapacidad para procesar estímulos que no provengan del mundito carente de oxígeno en el que se maceran la visión de mundo y la retórica uribista bloquea de manera brutal su capacidad de aprender y de coordinarse. Es un tema que ya he planteado varias veces y al que he de volver. Cualquier posición contraria o crítica representa un complot y un desafío a la seguridad. La propia idea de que los déficits de gobernabilidad de esta administración provienen de mermelada mal repartida, aparte de maliciosa, refleja esta extraordinaria incapacidad para escuchar y aprender. Las continuas torpezas e incoherencias que marcan sus peores actos —desde las recientes “chuzadas” hasta el conjunto de su política internacional— reflejan precisamente eso.

 

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