Gracias, Héctor

Aura Lucía Mera
11 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Gracias, Héctor Abad Faciolince, por ser capaz de “desnudar el alma ante un espejo en busca de sí mismo”. No me acuerdo de quién es la cita o si me la inventé en Quito durante una noche de sinceridad y alcohol entrevistando a Luis Miguel Dominguín, en la que se arrancó todas sus máscaras, como si estuviera inmerso en un soliloquio sin testigos. El diario El Comercio le dedicó una página entera que aún conservo, amarilla y comida por el tiempo.

Generó controversias y críticas. Muchos no quieren conocer el lado oscuro, el real, el humano de sus mitos. Se asustan de verse reflejados en esas vivencias y esos pensamientos y acciones que jamás quieren admitir. Como decía André Malraux, “¿qué relación hay entre el hombre y el mito que ese hombre encarna?”.

Me fascinan los libros-testimonio. Aquellos donde el ombligo es el que dicta y obliga a sacar lo más íntimo de los escritores, aquello que todavía no es bien visto en la socialité porque no es ficción, ni novela, ni las miserias están narradas en bocas de otros personajes.

Lo que fue presente, ese diario que condensa los infiernos mentales, las inseguridades, los dolores, los miedos, los amores, las frustraciones y sueños, que plasma en sus páginas sin pudor ni maquillaje, que llega al lector como una navaja que se hunde en la piel, tajante y dura, sin compasión, nos descubre a un Héctor Abad Faciolince que desnuda sus heridas, palabra a palabra, reflexión a reflexión, golpe a golpe, en una prosa perfecta.

Gracias por tu angustia, por compartirnos el miedo a la vagina misteriosa, a la impotencia ante el ser amado, a la vergüenza del orgasmo sin amor y el amor sin deseo. Ningún hombre escribe de estas cosas. Son innombrables para el público, como si no formaran parte del ser.

Lo leo, lo subrayo, lo releo. Me identifico. Siento a veces que se me retuercen las tripas porque me las está revolviendo, escarbando también en mis oscuridades que ya creía olvidadas, las ilusiones intactas, la ternura, los amores sagrados y los encuentros pasajeros que creíamos redentores y nos hundían más en la desorientación para impulsarnos a inventarnos de nuevo la vida en borrón y cuenta nueva.

“Hay algo sobre lo cual no he dicho la verdad: también yo soy uno de los asesinos de mi padre. Lo dejé solo. (...) A mi papá lo matamos quienes rechazamos su amor (...) el ejercicio del amor hacia la mayoría es terriblemente subversivo”.

“Es la primera vez que lloro en un sueño, que lloro soñando (no sueño que estoy llorando, sino que lloro mientras sueño). Abrazo a mi papá estrechamente, lo siento, lo toco, lo huelo, me aprieta, lo aprieto, gimo, estoy feliz, feliz, pero lloro. Me despierto lloviendo lágrimas”.

“Un diario. ¿Qué son estas páginas exasperantes? La voz gangosa de un paralítico mental. El grito repetido de un ser atormentado. La voz de un idiota, de un neurótico”.

“Me gusta el santo que cae en tentación y el libertino que está hasta la coronilla de orgasmos. No me gustan los satisfechos de sí mismos, los instalados, los serenos. Me gusta la carcajada del triste, la alegría del depresivo y el llanto repentino del alegre”.

Gracias, Héctor, Ettore, por tener esa valentía. Por mostrarnos el valor de la fragilidad y la fragilidad del alma. Escuché a Ángela Becerra decir que para tener valor se necesita haber pasado mucho miedo. Gracias por contarnos lo que nadie quiere contar, por dejar la máscara y permitirnos descubrirte como eres: recorriendo el camino a Ítaca, ya sin temores de lestrigones ni cíclopes. Ya no los llevas tú dentro del alma.

 

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