Gracias, Uribe, por este legado

Sergio Ocampo Madrid
09 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Tal vez hubiera sido mejor apostarle a la paz; quizás habría sido mejor estrategia hacer un debate honesto sobre los límites de la negociación de La Habana, plantear sin trampas unos reparos que, entre otras cosas, se necesitaban, eran válidos y podrían haber enriquecido el proceso. Probablemente hubiera sido mejor no mentir con eso de que la seguridad se estaba deteriorando apenas tres meses después de dejar el poder en 2010, ni recomendarle a María del Pilar Hurtado que se fugara porque aquí no había justicia, ni socavar la legitimidad de las cortes con mentiras sistemáticas, o hacer lo mismo con la Fiscalía y la Registraduría cada vez que no les convenía alguna de sus decisiones, o también de modo preventivo para anticipar resultados adversos…

Quizás hubiera sido menos temerario no acusar a los otros por lo que ellos sí hacían en un ejercicio al que le sobraba cinismo y que llegó a los extremos con la acusación a Iván Cepeda de comprar testigos; mejor no postularse al Senado para torpedear y surtir veneno desde allí. Habría sido más responsable, con la política, con la historia, no ceder al deseo de vendetta e inventarse a la carrera un candidato sin bagaje ni sustancia, imponerlo a dedo y luego subirlo al poder solo con terror psicológico. Tal vez sobró o fue excesivo eso de inventarse unas cartillas con las que el Gobierno anterior iba a volver maricas a todos los niños.

La foto del país a la fecha podría ser diferente, con un Uribe, en todo su mérito, levantando el brazo en señal de victoria por una paz coronada gracias a su efectividad para combatir la guerrilla y su presencia posterior indulgente y sabia. Así nunca habría llegado al 66 % su imagen negativa, ni le hubieran cancelado su Twitter, y en lugar de encarar hoy un juicio por fraude procesal y soborno a testigos, podría estar recostado, con los crocs en el piso y bajo el viento fresco del río Sinú, o el río que pase cerca de El Ubérrimo, sobre una hamaca en un retiro digno, feliz por haberse ganado un lugar preeminente en la historia.

La foto de Colombia podría ser diferente aunque Colombia siguiera siendo igual en el fondo, igual de excluyente, igual de inequitativa, igual de deficiente en la resolución de problemas, igual de premoderna en civilidad, y sobre todo igual de amodorrada en la inercia de un destino que a menudo la acerca al abismo, pero que nunca la deja caer hasta el fondo. El país de siempre, anestesiado y falsamente feliz en su conformismo.

Pero no. A cambio de eso, él y los suyos nos  llevaron “a votar berracos”; nos colmaron de terrores y “cocos”, y de desconfianza hacia las instituciones. Se burlaron de nosotros hasta el abuso, con diversas “jugaditas”. Nos llenaron de odio el espíritu, nos opusieron a los amigos de toda la vida, a los familiares… nos sacaron a marchar a la calle. Y va a ser difícil que consigan hacernos entrar otra vez. “Nos quitaron tanto, que nos dejaron hasta sin el miedo”, decía un cartel hermoso y profético en la marcha de noviembre 21.

El gran legado de Uribe no es haber vuelto viable “este país inviable”, como se ufana él y le recuerda a la gente más joven, ni habernos regresado las carreteras a los pequeñoburgueses para ir a las fincas, ni contener el complot comunista internacional, ni evitar que Colombia cayera en manos de las Farc (sus seguidores más exaltados argumentan y le escupen a Santos que él le entregó el país a las Farc; y si es así, entonces fue porque Uribe no lo pudo evitar). No, el gran legado del expresidente con su estrategia de “emberracarnos”, con su insistencia en hacernos dudar de todas las instituciones, de confundirnos con que algo está mal si lo hacen otros pero bien si lo hace él, el gran legado es que hoy estamos en la calle, empoderados, y no para pedir mejores sueldos, o cero incremento de impuestos (por lo que la gente acostumbraba a salir), sino para exigirlo todo. Todo todo, desde el respeto a la vida, a los páramos, a los tiburones, hasta cambios definitivos en la educación, en la salud, durísimas leyes anticorrupción, garantías al proceso de paz, e inclusive que se acabe el Esmad.

Un enorme y confuso batiburrillo de insatisfacciones, clamores pospuestos, resentimientos mal gestionados, dignidades maltrechas. En el fondo, un nuevo pacto social del que (no sé si lo han notado) están excluidos los políticos, así traten de morder por los lados algo de influencias. Una masa rugiente y bienintencionada a la que sin dudas no van a poder complacer porque en realidad no dimensiona lo que está pidiendo ni lo tiene claro, ni cómo se puede lograr, pero sí sabe que no la van a satisfacer con cosas puntuales ni con pequeñeces. Una masa que empezó a menguar con las vacaciones universitarias, pero que va a volver episódicamente a salir en los dos años y medio de gobierno que le quedan a Duque y que van a hacerle ese tiempo un infierno.

Y él se va a ayudar porque como todos los políticos en un siglo y medio sigue creyendo en aquella fórmula, efectiva hasta hoy, de que algo debe cambiar para que todo pueda seguir igual. Hace cinco días en el Congreso mientras él, con su cara de ingenuo feliz que quiere ser tomado en serio, llamaba a la mesa de diálogo, el Congreso aprobaba su reforma tributaria en primer debate y seguía adelante ese proyecto que busca sacar de la cárcel a Andrés F. Arias por desviar la plata de los campesinos a las manos de hacendados ricos. Pero al mismo tiempo rebajaba la jornada laboral de 48 a 45 horas. ¿Nos contentaremos ahora con esas tres horitas?

 

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