Guerra

Arlene B. Tickner
08 de abril de 2020 - 03:00 a. m.

La guerra se ha convertido en una metáfora de amplio uso para referirse a ofensivas en contra de problemas tan diversos como la pobreza, la desigualdad, la malnutrición, las enfermedades, la criminalidad, las drogas ilícitas, el terrorismo o la belicosidad estatal y no estatal. Si bien su invocación reviste un elemento tanto calmante como aparentemente necesario cuando sentimos que algo atenta contra nuestra existencia y formas de vida, la guerra como discurso político también hace muchas cosas que ameritan atención y discusión. A diferencia de otros términos, “guerra” despierta un grado de urgencia, amenaza y letalidad extraordinario, así como el imperativo de tomar medidas excepcionales de defensa y protección. No menos importante, genera entre el público el deber de movilizarse en torno a sus líderes (en inglés, rally round the flag) en el combate colectivo al flagelo. Entre los efectos inmediatos de esto, los poderes de emergencia que suelen adoptar los Estados se aplauden acríticamente por considerarlos indispensables, incluyendo la participación militar en asuntos civiles y medidas que restringen las libertades individuales, como la vigilancia, la recolección de inteligencia de los celulares y la restricción del movimiento físico. Así mismo, por razones de “seguridad nacional” se tiende a restringir la transparencia y el acceso a la información.

“Guerra” también lleva a la identificación de “buenos” y “malos”, aun cuando estos últimos son invisibles o microscópicos. En ausencia de un adversario o enemigo tangible, su retórica se desliza incluso más fácilmente hacia “otros” frente a los cuales se torna imperioso defendernos. Por ejemplo, en la guerra contra las drogas, tanto comunidades campesinas cultivadoras de coca, amapola o marihuana como consumidores no violentos son tratados como criminales. El hecho de que en Estados Unidos y Brasil esta guerra haya afectado sobre todo a la población afrodescendiente pone de manifiesto su carácter racializado. En el caso de Filipinas, a su vez, Rodrigo Duterte ha ordenado miles de ejecuciones extrajudiciales en su nombre. De forma similar, durante la guerra mundial contra el terrorismo, no solo algunos Estados terminaron asociándose con un “eje del mal”, sino que millones de musulmanes alrededor del mundo se convirtieron en “terroristas en potencia”.

Finalmente, “guerra” focaliza la atención pública al tiempo que la distrae. Para la muestra, poco después de acusar públicamente de narcotráfico y terrorismo a Maduro y otros líderes chavistas, Trump adelantó un despliegue militar en el Caribe, aprovechando que casi nadie en Estados Unidos prestaba atención por estar concentrado el país entero en la pandemia. Aunque el mandatario no tiene intención de iniciar otra guerra, siendo su objetivo dual el de presionar la transición política en Venezuela y complacer a la derecha anti-Cuba de Florida, el tamaño de la operación y su cercanía al espacio marítimo y aéreo venezolano, junto con el rechazo de China y Rusia, abren un espacio peligroso al escalamiento.

En suma, por más imperioso que sea combatir las amenazas existenciales, incluyendo la que vivimos, el discurso de la guerra crea determinadas realidades en las que ciertas prácticas extraordinarias, militarizadas y discriminatorias tienden a extenderse y normalizarse y otras, incluyendo la cooperación, la compasión y la solidaridad, terminan ocupando un lugar secundario, haciendo eventualmente peor el remedio que la enfermedad.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar