Guerra comercial

César Ferrari
04 de abril de 2018 - 03:00 a. m.

El presidente Trump acaba de iniciar una guerra comercial contra todo el mundo, es decir, contra sus antiguos aliados y contra los que disputan su hegemonía. Trump pronostica que esta guerra comercial la ganará Estados Unidos y que será fácil de ganar. Podría pensarse que su ilusión sería su manera de compensar las derrotas, o ausencia de victorias, en todas las guerras militares emprendidas por Estados Unidos desde su fracaso en Vietnam.

Los instrumentos más frecuentemente usados en una guerra comercial, que implica restricciones mutuas al libre comercio, son los aranceles y las cuotas a las importaciones. El proceso se inicia cuando un país impone esos aranceles o cuotas a determinados productos provenientes de terceros países y, a su vez, los afectados responden imponiendo sus propios aranceles a otros productos provenientes del primer país. La imposición puede hacerse de manera generalizada o discriminatoria, es decir aplicándola a las importaciones de unos países y no de todos.    

Los Estados Unidos de Trump, según el Banco Mundial la tercera economía mundial después de China y la Europa de los 28 a paridad de poder de compra (eliminadas las diferencias de precios), decidieron iniciar esta guerra aplicando a partir del 8 de marzo pasado un arancel de 25 por ciento a las importaciones de acero y de 10 por ciento a las importaciones de aluminio aduciendo razones de seguridad nacional, que nadie cree y acepta, y prometiendo que les seguirían más aranceles a otros productos. El anuncio inicial fue que se aplicarían en forma generalizada.

A los pocos días exceptuó a México y Canadá, porque, es de imaginar, alguien le avisó que con dichos países hay un tratado de libre comercio vigente que se encuentra en medio de un proceso de renegociación. Más adelante, cuando arreció la protesta por parte de la Unión Europea que amenazó con colocar aranceles a los jeans, whisky bourbon y otros productos, también la exceptuó, aunque amenazó que aplicaría aranceles a las importaciones de vehículos europeos si Estados Unidos no puede colocar sus vehículos, mucho menos competitivos, en Europa. Los europeos replicaron que a cambio deberían poder participar en las licitaciones del gobierno estadounidense cerradas para ellos. Quedaron con los aranceles el resto de países incluyendo Colombia.

Por su parte, el domingo 1° de abril el ministerio chino de comercio impuso aranceles de 15 por ciento a las importaciones de 120 productos estadounidenses (frutas, nueces, vinos y tubos de acero, entre otros) y de 25 por ciento a otros ocho productos (cerdo y aluminio reciclado entre otros). También anunció que prepara nuevas medidas en respuesta a las amenazas de Trump de escalar la guerra.

Es de imaginar que el Sr. Trump no es un ajedrecista que piensa estratégicamente y planea varias jugadas adelante. Más bien imagina que, por ejemplo, el aumento de los aranceles al acero y al aluminio permitirá que sus productores puedan venderlos a precios mayores, con lo cual recuperarán su rentabilidad perdida debido a las importaciones baratas de acero y aluminio. Esa mayor rentabilidad asegurará el empleo a los 350.000 trabajadores ocupados en dichas industrias.

Lo que nadie le habría dicho al Sr. Trump es que los fabricantes de automóviles, electrodomésticos y metal-mecánica usan esos bienes intermedios para producir sus propios bienes y que ahora los pagarán más caros reduciendo, a su vez, su propia rentabilidad y competitividad lo que pone en peligro millones de puestos de trabajo.

Bueno, dirá, para eso son los aranceles a los vehículos europeos, para que los vehículos estadounidenses puedan competir con los europeos y desplazarlos. Así será, pero resulta ahora que los ciudadanos estadounidenses pagarán vehículos, electrodomésticos y metal-mecánica más caros. De tal manera que o reducen su consumo de los mismos o gastan menos en otros bienes y servicios. Mejor dicho, el ingreso real de esos ciudadanos a los que quiere proteger acabará indudablemente reducido.

Por supuesto, parece que tampoco ha notado que el arancel de 25 por ciento que en reciprocidad los chinos han impuesto a la carne de cerdo impedirá que los porcicultores estadounidenses, que en 2017 vendieron a China 1.100 millones de dólares, puedan exportarlos ahora, generado una pérdida masiva en el medio rural. Lo mismo se puede decir de los productores estadounidenses de frutas.      

Para el resto del mundo la situación será similar: la cuestión es sencilla, pudiendo comprar más barato acabará comprando más caro. Por cierto, no es nada seguro que ello se traducirá en mayor ocupación para todos; en Estados Unidos, por ejemplo, hay pleno empleo.

Cuando una guerra comercial comienza a escalar es difícil imaginar cuando parará. Los chinos, por ejemplo, podrían emplear como arma de destrucción masiva, que no posee Estados Unidos, los bonos del tesoro estadounidense que por casi 1,5 millones de millones de dólares tienen en su poder. Si llegan a venderlos las consecuencias serán desastrosas para la economía estadounidense. En el año fiscal 2017 el déficit estadounidense fue de 666.000 millones de dólares. Con semejante necesidad de financiamiento, para colocar sus nuevos bonos en medio de la abundancia de bonos provista por China, el Tesoro estadounidense tendrá que pagar tasas de interés exorbitantes con unas consecuencias terribles para las empresas estadounidenses acostumbradas a costos financieros reducidos.

Sin duda, los daños en términos económicos serán cuantiosos para Estados Unidos; también para el mundo general. Los daños en términos de prestigio para Estados Unidos son más graves aún. Y en ese panorama, de una vez por todas, América Latina debe tomar conciencia de que existen otros mercados distintos al estadounidense y que en ellos la globalización aún persiste, para aprovecharla más allá de la producción y exportación de materias primas cuyos precios, en medio de la reducción del ingreso global, también se reducirán. 

* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.

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