LOS PARAMILITARES, COMO LA GUErrilla, son responsables de no pocos de los problemas que aquejan actualmente al país.
Durante las últimas décadas, cada una de estas organizaciones se ha esforzado por superar a su rival en crueldad y en barbarie. Sus operaciones de guerra se han traducido en miles de asesinatos, desaparecidos, secuestrados, desplazados. Una persona sensata, dotada de un mínimo de civismo, podría pensar que, ante semejante prontuario, el Estado y la sociedad serían los primeros interesados en pedirles cuentas a tan siniestros personajes.
“Curiosamente”, la indignación de la mayoría de los colombianos se ha volcado contra la guerrilla. “Curiosamente”, el fenómeno paramilitar no ha generado el mismo rechazo por parte de la ciudadanía ni del Estado. ¿Cómo es posible que ni el terror que han sembrado, ni las alianzas con algunos sectores dirigentes para formalizar su riqueza y su poder desaten reacciones enérgicas? La ausencia de un vigoroso rechazo al paramilitarismo, las profundas ambigüedades y contradicciones del Estado en su lucha contra los ejércitos privados, se explican, en buena medida, por los estrechos vínculos que desde tiempo atrás unen a esta organización con parte de las élites económicas y políticas.
Quienes intentan justificar al paramilitarismo, comenzando por miembros del actual Gobierno, sostienen que las “autodefensas” fueron la respuesta de “la sociedad” a los desmanes de la guerrilla. Semejante argumento es, por una parte, sorprendente, pues deja en evidencia la ineficiencia en materia de seguridad que caracterizó al Estado durante muchos años; y, por otra, es falso. Que las prácticas criminales de la guerrilla sirvan de pretexto para justificar esa tesis, no significa que sea cierta.
El paramilitarismo tiene una larga historia que conviene conocer. Ya en el siglo XIX, con ocasión de las numerosas guerras civiles, caciques y caudillos de los dos partidos recurrieron a ejércitos privados para derrotar al bando contrario. Durante la época de La Violencia, el mismo fenómeno se volvió a repetir: conservadores y liberales armaron a la población campesina para aniquilar al enemigo. Poco después de la guerra bipartidista, un jefe de Estado, Carlos Lleras, legalizó esa práctica, que si bien fue abolida durante el gobierno de Virgilio Barco, volvió a ser restablecida por el presidente Samper. La derogación de la ley unos años más tarde no impidió que el paramilitarismo se afianzara militar, económica y políticamente, como se ve hoy en día.
Esta vieja tradición demuestra, entre otras cosas, que el paramilitarismo ha sido históricamente una herramienta, una alternativa, para amplios sectores. Muy útil, por lo demás, y eso nadie lo pone en duda: gracias a tan tenebrosa maquinaria de guerra, quienes la apoyan han conquistado enormes extensiones de tierra, han arrasado a sus enemigos y han consolidado su poder político. Los patrocinadores de esta estrategia se han anotado, además, otro éxito, esta vez en el terreno de la propaganda política: con la ayuda de influyentes medios de comunicación y de un buen número de intelectuales, y gracias a la bandolerización de la guerrilla, han logrado convencer a la mayor parte de la opinión pública de que el paramilitarismo era un mal necesario, un mal menor, en la lucha contra la insurgencia.
Como se ve, resulta difícil creer en la supuesta guerra que el Gobierno libra contra el paramilitarismo. Los hechos que se han ventilado públicamente en las últimas semanas no hacen sino corroborar hasta dónde ha llegado este fenómeno y dejan muy mal parado a un gobierno que, de manera arrogante e irresponsable, recurre a todo tipo de estrategias para enredar los procesos jurídicos del que deben ser objeto tanto los paramilitares como sus protectores de cuello blanco. Sólo así podrá abrirse la posibilidad de ponerle fin a un macabro capítulo de la historia colombiana.
* Profesor del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.