Guerra de la Espriella

Tatiana Acevedo Guerrero
04 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Si se piensa en una representación visual de los orígenes del COVID-19, habrá quienes imaginen a ciertos animales, por ejemplo, a los murciélagos, como los principales culpables. O al pangolín, un mamífero como nosotros, escamoso como el armadillo, que al sentirse amenazado se resguarda entre una armadura. Ambos han sido identificados (sus fotos en la prensa todos los días) como “fuentes” del virus. Habrá quienes también culpen a China, a los chinos (o a Asia en general). Como en el caso del ébola, en que se acusó a ciertos países africanos de consumir “carne de animales silvestres que habitan en los bosques”, se salta de allí para tildar culturas enteras de irracionales, atrasadas o antihigiénicas y se les asume como contagiosas. La idea es que con una dosis de ciencia, modernidad o civilización occidental estos pueblos aprenderán las buenas costumbres (no comer pangolín ni animales silvestres) y se le pondrá fin a la amenaza.

Toda esta representación es en extremo imprecisa. En países africanos, por ejemplo, fueron los colonizadores ingleses quienes impulsaron el consumo de animales silvestres entre las comunidades nativas. Más que el “atraso” de una u otra sociedad, o de que se coma un animal en vez de otro, las epidemias son el resultado de nuestras relaciones sumamente extractivas con la naturaleza. De actividades como la minería, la agricultura intensiva, los megaproyectos que cruzan bosques con autopistas, la urbanización acelerada y lo que algunos profesores describen como la “erosión de la biodiversidad”. Las historias políticas y económicas que hay detrás de enfermedades infecciosas como el ébola o el nuevo coronavirus son unas de capitalismo y desigualdad (en que unas vidas se valoran más que otras).

Si se quisiera entonces pensar en una representación visual de las causas, a nivel nacional, habría que pensar en las décadas acumuladas de minería. En los descuidos con que se construyen grandes infraestructuras como la de Hidroituango, arrasando con los ríos y los muertos de la gente. Habría que pensar sobre todo en nuestra tradición de avaricia terrateniente y respuestas armadas a la redistribución de la tierra. La concentración en las manos de ganaderos de élites antiguas, de latifundistas que explotan el suroccidente con caña de azúcar, de agroindustriales avispados de la palma que aprovecharon (o impulsaron) el desplazamiento masivo y violento de finales de los 90 y comienzos de la década del 2000. Esta, quizá la más nacional de nuestras costumbres, nos ha llevado a una empresa en que aquellos que no tienen tierra (o son expulsados de la tierra que ya habían sembrado) deben llevar a cabo colonización tras colonización del monte.

Entre las razones detrás de la erosión de biodiversidad en Colombia está también la fallida y letal guerra contra las drogas. En lugar de reinventarse y sacudirse del legado de desigualdad rural, el Estado, enfrascado desde los 80 en rutinas sin final de persecución, fumigación, guerra sucia y corrupción, ha reforzado el deterioro del agua, la tierra, el aire y los animales. En especial la saga de fumigación con glifosato (y otros pesticidas) tiene legados que no conocemos entre la naturaleza humana y la no humana. Estos van desde la muerte de los peces hasta el marchitar de los cultivos de pancoger, las alergias en la piel, la pérdida de embarazos e incluso el desarrollo de ciertos cánceres.

La petición hecha esta semana por la senadora del Centro Democrático María del Rosario Guerra de la Espriella, para que la cuarentena (y militarización) en el contexto la pandemia sea aprovechada para fumigar con glifosato regiones como el Catatumbo y el Cauca, nos dice mucho sobre el presente (y el futuro), las clases dirigentes, el valor de unas y otras vidas y nuestras relaciones con la naturaleza.

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