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Guerra a los narcos y diálogo con los rebeldes

Mauricio Rubio
30 de abril de 2015 - 02:00 a. m.

Colombia ha perseguido a quienes viven de negociar e insiste en negociar con los que no saben hacerlo. España hizo lo contrario, y le fue mejor.

Es meritorio, pero arriesgado, mantener el diálogo con quienes asesinan a mansalva para después invitar a una “reflexión nacional”. Poco antes del sangriento ataque que volvió a poner en vilo el proceso de paz se conocieron otras negociaciones fluidas, cordiales, hasta divertidas. Para acordar beneficios judiciales en los EEUU, los agentes federales se dejaban atender por mafiosos que "conseguían lo que el invitado quería: qué trago le gustaba, qué tipo de mujer prefería”. El contraste entre esas francachelas y el viacrucis con las Farc muestra que es más fácil negociar con quienes tienen ese oficio que con sediciosos empecinados en imponer su visión a rajatabla.

Se tomó la decisión de perseguir contrabandistas en una guerra a muerte, foránea y forzada, para buscar pactos con políticos armados, dogmáticos y testarudos. El veto a negociar con traficantes surgió de una inesperada alianza entre la izquierda y el imperialismo. La primera, que limita ese privilegio al delincuente político, ha insistido en combatir narcos y dialogar con subversivos, hagan lo que hagan, incluso traficar. El Tío Sam, en su cruzada contra las drogas, saboteó conversaciones con los grandes capos para acabar transando individualmente con cualquier traficante dispuesto a entregar información y dólares.

El irritante arreglo con el que mafiosos soplones compran impunidad lleva años operando. ‘Nuestro hombre en la DEA’, el excelente trabajo de Gerardo Reyes, relata cómo los gringos negocian con narcos casi desde que impidieron que el gobierno colombiano lo hiciera en bloque con el cartel de Medellín. Con los fundamentalistas, la pragmática justicia norteamericana casi ni respeta los derechos humanos. Las democracias europeas, sin tanta arbitrariedad pero igual contundencia, tampoco toleran la insurgencia armada, incluso menos que a los narcos, que siguen operando.

En el país nunca se discutió la política criminal española, opuesta a la colombiana: poco desvelo por el tráfico de droga, que allá también fue dinámico, para combatir a ETA, tal vez la única estructura narcotraficante acosada en serio. Después de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) la ofensiva se hizo con todas las garantías: fue una guerra judicial, no militar. El entronque etarra en el País Vasco es más fuerte que el de las Farc en sus zonas de influencia pero ETA, con raíces anti-franquistas, no logró darle a sus atentados el barniz de lucha por los oprimidos y la intransigencia española con la violencia sí es coherente.

El débil empuje antinarcóticos español no significó legalización sino bajísima prioridad, que sólo se le dio a los estragos del consumo. Salvo los amenazados y abatidos por ETA, los jueces fueron sobornados, un mal menor frente al ahorro de muertes por una guerra contra la droga. Centrados en los rebeldes, los resultados están ahí: cabecillas en la cárcel, ninguna concesión política, ni eternas disquisiciones para arreglar la sociedad. Una clave del éxito fue escuchar a las víctimas, no a los nacionalistas. En Colombia, la izquierda influye sobre los diálogos más que las víctimas, y de manera desproporcionada para su fuerza electoral.

Las prioridades trastocadas dejaron secuelas: la paz no avanza y la justicia retrocede. Una nueva generación de fiscales y magistrados, con más sensibilidad social, política, y mediática que jurídica minimiza esfuerzos con golpes teatrales. Con el beneplácito progresista, la jurisdicción penal se volvió severísima con la diestra desarmada, y siniestramente laxa con asesinos. Es inaudito que unos comandantes machaquen que no pisarán una celda y posen de líderes tras una masacre mientras unos ex ministros son encarcelados por repartir mermelada buscando apoyo para una decisión. Colombia refinó la noción del crimen de cuello blanco: el peligro insoportable son los políticos de derecha subordinados a un líder prácticamente inmune. La incoherencia se redondea proponiendo impunidad para que los rebeldes sigan dialogando.

La Audiencia Nacional española investigó y condenó delincuentes políticos armados, que confunden negociar con extorsionar y sólo responden bajo presión. La justicia penal no es sanguinaria, ni bárbara, ni vengativa. Es esencial para la democracia. El único argumento que se da para no aplicarla es apaciguar a los violentos. Si las acciones militares contra la organización pueden “desescalarse”, la lucha judicial contra los guerrilleros se debe intensificar e individualizar: los prontuarios delictivos no son inocuos, ni homogéneos. Con arreglos simples -rebaja de penas por verdad y reparación- se respetan las víctimas, no se retuerce el DIH y el proceso de paz se agiliza con respaldo ciudadano. Eso sí, trinará la izquierda y algunos comandantes terminarán de rumba con la DEA buscando que los extraditen, para por fin negociar. 

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