Había una vez...

Aura Lucía Mera
20 de noviembre de 2018 - 09:30 a. m.

Todo cambia. Sí. Hasta los cuentos infantiles que nos nutrieron de pequeños. Ya Blancanieves no es una princesa envenenada con una manzana, sino un país extraño al que le dan naranja... Los siete enanitos se convierten en asesores, para darle oxígeno y destrabarla de la intoxicación, y el príncipe no es un príncipe sino un Duque que no puede revivirla a tiempo, porque se extravió en el camino y prefirió andar con amigotes de canto y guitarra. El cuento no apunta a un final feliz... No lo he terminado, pero parece que los súbditos de ese país odian la naranja, están enardecidos con el Duque y lo buscan para tirarle a la carroza huevitos podridos, llenos de otro tóxico llamado IVA... Y canastas repletas de otras viandas...

Su escudero, el hombre de la armadura de plata, es un rejoneador jubilado que, al no poder dominar sus caballos ni enfrentar las embestidas de los toros de casta, cambió el oficio y, recomendado por su papaá, otro aristócrata poderoso, se trasladó de país y se puso la armadura de metal internacional.

No sé muy bien cómo se llaman los otros enanitos. Se rumora que uno está camuflado bajo los colores del arcoíris y otro se convirtió en notas musicales… Además, pareciera que son más de siete porque ese es un país muy raro... ahora los llaman ministros... Eso sí, todos, hasta el mismo Duque, están bajo la batuta implacable de otro enanito, caballista, latifundista, patrón de siervos y tierras que doblega con látigo al que se le oponga o si no los amenaza con “darles en la cara por maricas”.

Es un cuento triste. Yo prefiero el de mi infancia. Blancanieves era linda. Vivía con sus siete enanitos sin que la juzgaran y jamás hubo escenas de celos ni intrigas de poder. No existían brujos llamados Viviane y Ordóñez que los persiguieran con la Inquisición y la Biblia. Cada enanito cumplía sus funciones y todos eran felices... hasta que el príncipe llegó montado en un caballo blanco, le sacó la manzana de la boca y le zampó un beso mordelón y resucitador… Eran otros tiempos.

Simón el Bobito no le hacía daño a nadie. Pescaba tranquilo en el balde de mamá Leonor. El Gato Bandido regresó a casa contrito y arrepentido. No como ahora, que son cientos de gatos bandidos que se multiplican como ratas y no reconocen jamás sus fechorías. No tienen empacho de meter gotitas de cianuro en la gaseosa debidamente colocada en la mesa indicada a la hora indicada... Se las saben todas y nadie los puede coger con las manos en la masa.

La Pobre Viejecita también ha sufrido una metamorfosis total. Ahora son miles de viejecitos y viejecitas repletos de plata, joyas, casas, sillas y sofás... que cada vez más quieren más y no se sacian jamás. Viven de espaldas a la servidumbre, pero de frente a los trueques y riquezas de todo tipo. Intocables, en sus palacios de malaquita, bajo mantos de tisú, con rebaños de elefantes invisibles pero ágiles como zorros y astutos como ardillas.

Los guardianes del orden de antaño, respetados, ahora se mezclan con los encapuchados y ayudan a la furrusca, al desorden y al caos. Sicarios cabalgando en motores de alto cilindraje y ruidos ensordecedores disparan a diestra y siniestra cuando y donde se les dé la gana. Las luces de Navidad se encienden desde noviembre y crece la audiencia como en las Escalinatas de Zalamea, audiencia descontenta, rabiosa, desorientada porque le escondieron la brújula. Y los pobres ya no saben si son pobres o clase media, y los trabajadores ya no saben si son ricos o clase media, y los ricos se retuercen de las carcajadas porque cada vez son más ricos, o tienen su plan B para largarse si las cosas se complican. Y a las víctimas de la guerra ya las quieren silenciar de nuevo y se han desaparecido misteriosamente cinco millones de habitantes que andan errantes…Ya nadie sabe si estamos en guerra o en paz. Si la Comisión de la Verdad existe o la están capando. Lo único más o menos comprobado cada día es que los países reales, sin enanitos ni naranjas, se burlan de nosotros, se indignan ante la impunidad y permisividad de nuestra corrupción, de que aquí ningún enanito con poder renuncie, de que el Enano Patrón finja amistad y humildad frente a lo que más odia y juegue a criticar a su Duque... En fin…

Este no es el país que conocí. El real, sin enanos ni notitas musicales ni malumas chabacanes y grotescos endiosados, ni rejoneadores disfrazados de Rasputín, ni inquisidores en la diplomacia... Como dicen en España: “Joder, que este no es mi Pepe… que me lo han cambiado”.

En cien días nos han alrevesado las reglas del juego y pareciera que no existe ni carta de navegación ni timonel. No demoramos en “implosionar” como el submarino argentino. O sea, ¡explotar al revés!

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