Hambrientos y desesperados, pero lejos de un país sumergido en el caos

Nicholas D. Kristof
14 de abril de 2019 - 05:00 a. m.

Ella tiene 15 años, está embarazada, hambrienta y sola. Deisimar se sentó en una banca del parque en Maicao, Colombia, y lloró mientras narraba su historia, la historia de Venezuela.

Deisimar nació en una Venezuela de clase media y con riqueza petrolera. Luego, todo comenzó a colapsar a un ritmo que recuerda a la Alemania de Weimar o Siria durante la guerra civil.

En el centro petrolero de Maracaibo, la familia de Deisimar se quedó sin electricidad, agua potable de fiar, servicios médicos y, por último, comida. La inflación en Venezuela podría llegar a 10'000.000% este año, según el Fondo Monetario Internacional, y algunos buscan entre la basura o comen ratas para sobrevivir.

“No teníamos dinero para comprar comida, así que vine aquí”, explicó Deisimar. Las cosas se complicaron cuando quedó embarazada de su igualmente empobrecido novio de 18 años. Los métodos anticonceptivos no están disponibles o son inasequibles: un solo condón cuesta ahora tanto como un kilo de arroz y más que un tanque de gas.

“No tengo suficiente para comer, así que ¿cómo podía pagar por un método anticonceptivo?”, Deisimar me preguntó.

Recorre las calles vendiendo medicinas de 6 a.m. a 8 p.m. todos los días. Se alimenta en un comedor comunitario cuando puede, pero hay filas largas porque hay muchos venezolanos desesperados aquí, y cientos de ellos duermen en el parque todas las noches.

Deisimar no ha podido ir a una clínica para obtener atención prenatal y no sabe qué le vaya a pasar. “Nadie en mi familia sabe que estoy embarazada”, revela.

Tras viajar por la frontera con Mercy Corps, un grupo de asistencia que ayuda a los venezolanos en esta región fronteriza, me lamento por todas las historias de tanta gente como Deisimar. Más de 3,4 millones de venezolanos han huido de su país hasta ahora, según la Organización de las Naciones Unidas, y se espera que millones más lo hagan este año.

Los liberales estadounidenses a veces empatizan con el presidente venezolano, Nicolás Maduro, por una resistencia instintiva al presidente Donald Trump. No lo hagan. Maduro ha sido una catástrofe para los venezolanos, y Trump hace lo correcto en unirse a Canadá y a más de otros 50 países que reconocen al líder de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como el gobernante legítimo de Venezuela.

El problema es que las bravuconadas de Trump son contraproducentes, ayudan a Maduro, ya que caen en la narrativa del “imperialismo yanqui”, y la politización de la ayuda humanitaria hace que sea menos probable que los hambrientos realmente reciban alimentos.

A continuación, esbozo una estrategia de tres partes que otros países ya están implementando: alentar a México (que se ha negado a respaldar a Guaidó) a tener una participación más constructiva; trabajar con Canadá, Perú y Colombia para convencer y obligar a los generales de Venezuela a que abandonen a Maduro y ofrecerle a este último un retiro cómodo en el extranjero si dimite, en lugar de quedarse en una celda de prisión si decide permanecer en su país.

Los venezolanos me dijeron de manera casi unánime que quieren ver acciones internacionales más decididas para sacar a Maduro. “Perdí mi empleo debido a las sanciones”, comentó Claritza Rojas, quien solía trabajar para la compañía petrolera estatal, PDVSA, y ahora es indigente en Maicao. “Nos afectan, pero presionar a Maduro sigue siendo bueno”.

Las condiciones pueden empeorar, dado que la economía y el sistema de salud pública están casi en caída libre. Una encuesta universitaria descubrió que dos terceras partes de los venezolanos bajaron de peso, un promedio de 11,3 kilos en un solo año.

“Algunas veces pasamos dos o tres días sin comer nada”, me dijo una madre, Anyi Coromoto, de 25 años, un día después de llegar de Maracaibo con su hijo, Dylan. Anyi está en los huesos y pesa solo 42 kilos. Dylan, de un año, pesa 4,9 kilos y fue hospitalizado de urgencia para salvarle la vida.

En un mundo que en su mayoría trata a los migrantes de una forma miserable, la intervención de Colombia para brindarles ayuda ha sido heroica. El país ha admitido a cerca de dos millones de venezolanos; a menudo, permitiéndoles trabajar, asistir a la escuela y recibir atención médica. La gente de Colombia suele ofrecer alimentos a los venezolanos hambrientos en las calles; el mundo tiene mucho que aprender de la generosidad de los colombianos.

A pesar de ello, la burocracia no suele funcionar en las bases y descubrí a muchos niños venezolanos a quienes las escuelas locales se negaron a admitir porque ya estaban sobrepobladas. En la ciudad de Riohacha conocí a una enorme familia extendida que vivía en un estacionamiento y los niños no habían podido ir a la escuela.

La bisabuela de una niña había sido analfabeta; la abuela había ido a la primaria y aprendido a leer, y la madre había estudiado hasta el noveno grado. Sin embargo, debido a la crisis en Venezuela y la dificultad de asistir a la escuela en Colombia, la niña, Yanethzy Sánchez, de 12 años, no había ido a la escuela hacía tres años y no podía ni leer palabras sencillas.

Su hermana de 18 años murió el año pasado de neumonía, y Yanethzy, que antes era extrovertida, ahora es una niña temerosa y retraída. “Nunca sale del estacionamiento”, dijo su madre inquieta. Parece que nunca podrá estudiar, como otros que forman parte de la generación perdida de Venezuela.

Le pregunté a Yanethzy si podía escribir su nombre. No pudo. Le pregunté cuánto era tres por cuatro. No tenía idea. Intenté otra más: ¿cuánto es cuatro más seis?

Se quedó mirando fijamente el suelo y hubo un largo silencio. Por fin, avergonzada, sugirió en español: “¿dieciséis?”.

* Columnista de The New York Times.

 

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