¿Hasta cuándo?

Elisabeth Ungar Bleier
22 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

Las denuncias y posterior muerte de Jorge Enrique Pizano, controller de la Ruta del Sol II, y de su hijo Alejandro Pizano Ponce de León, así como las declaraciones de Luis Fernando Andrade sobre seguimientos y amenazas contra él y su familia, son los ejemplos más recientes que evidencian la fragilidad y desprotección de quienes en Colombia se atreven a denunciar hechos de corrupción. Lamentablemente no son los únicos. Muchos periodistas, líderes sociales, veedores y ciudadanos del común han sido amenazados, amedrentados o asesinados por destapar escándalos. Otros han perdido sus empleos, y otros más han sido objeto de montajes judiciales para desprestigiarlos. Por eso, muchos prefieren callar, antes que poner en riesgo su integridad física y moral y la de sus allegados.

Pero en esta ocasión no fue así y gracias a ellos el país está comenzando a conocer, si no el mayor, uno de los mayores escándalos de corrupción de su historia. Quizás el caso Odebrecht no es el que involucra más recursos económicos, pero por los hechos que se han conocido, las denuncias formuladas hasta ahora por varios de los protagonistas, y otras que pueden venir de autoridades nacionales y extranjeras en la medida en que se conozcan más hechos, seguramente tendrá las más graves implicaciones sociales, políticas y legales por la relevancia de los actores económicos, políticos y funcionarios públicos involucrados, representativos de las más altas esferas del poder local y nacional, público y privado. Cuando la justicia no actúa con la celeridad, la eficacia y la contundencia requeridas y cuando quienes están llamados a investigar y sancionar a los corruptos no ofrecen garantías de imparcialidad y transparencia y sobre ellos recaen graves acusaciones por presuntas acciones u omisiones que impiden conocer la veracidad de los hechos, se afecta la legitimidad de las instituciones y del propio Estado y se genera un daño social y moral difícil de reparar.

Es evidente que estamos ante un hecho de gran corrupción que devela muchas de las falencias del sistema judicial y de los mecanismos de prevención, investigación y sanción. El caso Odebrecht deja grandes y amargas enseñanzas que deben servir para que no se vuelvan a repetir hechos como estos y para tomar medidas que contribuyan a subsanar los vacíos.

Por ejemplo, definir y poner en marcha políticas para garantizar que servidores públicos declaren los conflictos de interés que puedan interferir o incidir indebidamente en sus actuaciones o en la toma de decisiones relacionadas con su cargo. Sin embargo, esta declaración pierde relevancia si no se acompaña de medidas que garanticen su monitoreo y publicidad. Lo mismo debe hacerse con la llamada puerta giratoria entre el sector público y el privado y con el cabildeo “a puerta cerrada”, prácticas que constituyen evidentes riesgos de corrupción.

Pero, ante todo, no se puede seguir dilatando la adopción de medidas de protección de los denunciantes y testigos de hechos de corrupción tanto en las entidades públicas como en el sector privado, así como de los funcionarios responsables de realizar las investigaciones. ¿Hasta cuándo deben esperar que los protejan quienes están dispuestos a denunciar a los corruptos? Ojalá esto no suceda cuando sea demasiado tarde.

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