Hay amores

Sorayda Peguero Isaac
13 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Los vi caminando por el andén de la estación de trenes, en Sabadell, una mañana de la primavera de 2013. Con un gesto de instintiva delicadeza, el hombre más joven sostuvo la mano del más viejo y lo ayudó a subir al tren que iba a Barcelona. Ellos no me vieron. Nos habían presentado una semana antes, en una fiesta de cumpleaños que se celebró en el patio de una masía catalana. “Soy Pere —me dijo el más joven—. Y él es Luis, mi marido”. Hasta 1979 ser homosexual en España se consideraba un delito. Me preguntaba cuánto les había costado llegar a ese estado de gracia que les permitía presentarse como lo que eran: una pareja más.

Esperé a que el tren saliera del túnel subterráneo para llamar por teléfono a la amiga que nos presentó. En ese momento no tenía las palabras precisas para expresar mi interés, así que usé el recurso que justifica ciertos impulsos de mi instinto: mi oficio. Le dije que quería entrevistar a homosexuales que vivieron la represión de la dictadura franquista. Días más tarde, me reuní con Luis y Pere en la cafetería de un centro cultural.

Pere tenía 63 años, era dibujante, llevaba jeans, camiseta y gafas de montura negra. Luis, que estaba a punto de cumplir 81 años, tenía el estilo de un jubilado presumido, un dandi de la tercera edad: boina de pana, pantalón sastre y suéter de lana sobre una camisa de cuadros. Cuando se conocieron, 28 años antes, Luis tenía esposa y dos hijos. “Me casé por la manera en que se vivía en aquellos tiempos —decía—. Ser gay no estaba bien visto; imagínate, la época de la represión”. A los 13 años ingresó en un seminario, apostándole a la fe de que Dios le quitara “aquello” que sentía. Quiso ser cura, y casi lo consigue, pero lo expulsaron cuando tenía 18. No era el único que había entrado al seminario para intentar zafarse de su naturaleza. La naturaleza —que es indómita, y muy lista— admite secretos, pero no engaños. Luis se levantaba a medianoche para encontrarse con un compañero.

Pere decía que se cayó del armario a los 22 años, cuando la carta de un amigo especial quedó desnuda, sobre una mesa, a la vista de su madre. Trató de ser fiel al guion. Cumplió con el servicio militar, tuvo novias: “Fíjate, de tan joven que era, pensaba: un día conoceré una chica que me gustará mucho y esto se me pasará”. Recién cumplidos los 40 decidió que no quería vivir con nadie. Entonces llegó Luis. “Te has divorciado para ser libre —le advirtió—, para ser tú. No quiero que lo hagas por mí”. Luis recordaba que cuando supieron que estaba con Pere, sus compañeros de trabajo empezaron a pedirle detalles sobre sus relaciones íntimas. Y se reían. Él aguantaba el tipo. Aguantaba y esperaba que se hartaran de hostigarlo.

Mis tardes con Luis y Pere se prolongaron hasta el otoño de aquel año. Después seguimos frecuentándonos, hasta que los dos murieron, con apenas un año de diferencia. Luis quería que Pere esparciera sus cenizas en el Parc Catalunya. Debía hacerlo en un lugar específico, sobre los restos de una palmera fulminada por un rayo, el lugar donde tuvieron su primer “lance amoroso”. Pere decía que iría allí con las cenizas de Luis, que se tomaría un par de cervezas y rezaría algo en su memoria. Una promesa peculiar, si se tiene en cuenta que Pere era ateo.

Lo sospeché el día que los vi caminando por el andén de la estación de trenes. Hay amores que resisten la bofetada de un rayo, la condena de la “santa” Iglesia, la burla de las almas pobres. Hay amores tercos, señoras y señores. Tan tercos que sobreviven a sus amantes.

sorayda.peguero@gmail.com

 

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