Herencias de la Colonia

Juan David Ochoa
20 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

No es un secreto histórico que el primer rango en la jerarquía de la Colonia, representado por virreyes y la alta pomposidad de la corte, fue reemplazado por los criollos después de la expulsión; esa primera casta que forjó la Independencia usando un discurso filantrópico para engrosar sus ejércitos con zambos, con indígenas dispersos entre tribus enemigas, con esclavos iluminados por la libertad, con jinetes llaneros que parecían provenir de las viejos ejércitos de Atila, y a la que después de haber logrado la transición y el nuevo trono no le quedó más filantropía en el espíritu y la opresión continuó con métodos cada vez más modernos y más tácticos. Desde ese momento hasta hoy, esa casta que aprovechó las herencias de las tierras robadas de los invasores, mientras fue la segunda en el poder, sigue queriendo sostener su estatus monárquico a costa de todo, con el mismo engreimiento de sus viejos patronos y con los mismos métodos de contención social para evitar rebeliones en la estructura que sigue estando muy bien cuidada en esta región que fue la misma cuna de la corona en el continente; una sede oscura de la Inquisición donde quemaron a todos los paganos que se atrevieron a dudar de una fe invasora y del nuevo paradigma que dejó el genocidio.

La atmósfera y la realidad siguen siendo las mismas aunque los tiempos hayan mutado con sus acentos y sus vestuarios y sus normas; las constituciones se han reformado con la misma retórica de una burocracia que se perfeccionó mientras no hubo nadie en los tiempos de los reyes que verificara la rapidez, la veracidad y la gestión de las órdenes que llegaban en los barcos desde el puerto de Sevilla y se apiñaban en montañas de desobediencia y absurdo. El nepotismo y el delfinazgo se extendieron entre el dominio intocable de la nueva casta que tenía todo a su favor: un color de piel que les servía desde el idealismo y la legitimidad del predominio racial sobre una costumbre servil y esclavizada; el goce de los privilegios que aprovecharon mientras la corona fue próspera y boyante antes de la decadencia del imperio por la invasión de Napoleón y la retención de sus reyes; el dominio de las tierras abandonadas y el control de la ley, la dirección totalitaria de la realidad bajo la misma sacralidad de su estatus que debía verse siempre como un regalo divino y merecido por el privilegio de ser hijo de viejas leyendas. La política y las bases de la democracia las construyeron sobre los dogmas y moralismos de una corte, y sus deseos humanistas y sus proyecciones de nación desaparecieron desde el mismo momento en que el poder quedó en sus manos como una herencia que no puede mancharse con la turbiedad de otras razas ajenas a la pureza del título nobiliario que es misma pureza de los apellidos repetidos desde siempre y sin escándalo.

Con esa misma impudicia y ese mismo desprecio se siguen negando a la reforma de la tierra que han sostenido en sus dominios por las herencias de un saqueo monumental; con ese mismo repudio se niegan a financiar la educación pública para que las burbujas selectas permanezcan y no se discutan los contextos históricos de la comarca; con ese mismo delirio y nostalgia por la realeza siguen persiguiendo toda disidencia ideológica por sacrilegio y paganismo. La desesperación por esa vieja niebla disipada del idealismo se hace más evidente junto a las medidas también desesperadas por retomarla. La corona resiste y los fantasmas regentes aún siguen firmando.

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