Pazaporte

Historia

Gloria Arias Nieto
30 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Silencio. Un profundo y ensordecedor silencio; un respeto triste y la memoria adolorida. Pero, sobre todo, un mensaje de urgencia. Eso sentí frente a la obra de Jesús Abad Colorado; es decir, frente a la historia de los últimos 26 años de conflicto armado en Colombia.

500 fotografías amarradas a la conciencia. 500 huellas del horror de la guerra; de los campesinos que han abandonado tierras y abuelos y tienen derecho a rescatar la ilusión. 500 testimonios de esta muerte que nos partió entre hermanos y nos vistió de luto las montañas y la vida.

Como si fuera un patriarca ancestral, Jesús Abad Colorado —periodista, fotógrafo y cuentero de 51 años— lleva a Colombia en sus hombros, en su espíritu y en los ojos.

Ninguna víctima le resulta ajena; sabe que todos en algún momento hemos sido reflejo, pozo o andamio de esas cadenas de errores y ausencias que nos sumergieron en los torpes códigos de la violencia.

Sus fotografías dejan el alma del espectador en estado de shock, pero no hay en ellas un asomo de irrespeto; él identifica, siente y registra el dolor sin olvidar que quien lo padece es, ante todo, un ser humano. Él no trafica sufrimientos: él le hace un homenaje a las víctimas, las reconoce y, al abrazarlas con su lente, las rescata del olvido.

El testigo nos recuerda que es preciso intentarlo todo para romper la inercia, para no volver a caer en las trampas que intimidan, ni endosarnos nosotros mismos a la resignación. Se lo debemos a las ocho millones de víctimas; al recuerdo y a los que nunca volvieron. Incluso a esta sociedad terca y ambivalente, que a la paz sí pero no, que a la guerra no pero sí… Se lo debemos a los niños que llegan a este mundo fraccionado por los éxodos.

El domingo en la madrugada, con la sensación de una Colombia herida por sus propios hijos; con las fotografías de los niños guerrilleros, los ataúdes con clavos y claveles, y una novia que en medio del exterminio va al altar envuelta en un gigantesco vestido blanco; así, con la imagen de una mariposa azul entre las balas, empecé a leer con la gratitud de estar viva la primera página de El país que me tocó. Una lección de periodismo, de historia de Colombia, de honestidad intelectual.

Su autor, Enrique Santos Calderón, recorre desde su infancia hasta su “abuelez” este país al que le cuesta demasiado aprender de los errores; una sociedad tan rara que parecería temerle más a la inclusión que a la opresión.

Y a medida que sus memorias avanzan, vuelven del pasado —tan vivos y tan muertos como si todo fuera hoy— el espanto de las dictaduras; mayo del 68; Galán, caído en la tarima de Soacha; Guillermo Cano y los regalos de Navidad que no alcanzó a entregar.

Como un eje transversal, la insolencia de la guerra; la decepción del 2 de octubre; el expresidente incomprendido, el innombrable que se negó a comprender y, ahora, el presidente del ojalá.

Sin ataduras ni excepciones, Enrique ha desafiado las reglas y a su propia gente; ha sabido leer, sin odio, los ojos de los adversarios; y con una consigna de independencia, solidaridad y rebeldía, ha trabajado por una Colombia menos absurda, menos fanática, que algún día entienda la lógica de la paz y tenga el valor de perdonar.

Gracias, Enrique, por su vida, por este libro… y por todo.

ariasgloria@hotmail.com

 

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