Huertopía

Brigitte LG Baptiste
01 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.

Prefiero cultivar antes que comer hojas crudas, probablemente una invención dietética mediterránea o una adaptación maligna de los deliciosos guisos y fermentos vegetales de Asia preparados así para evitar parásitos.

En América a nadie se le hubiera ocurrido hacer ensaladas habiendo comida, pero hoy en día prepararlas es epítome de la estética y la elegancia, bajo el mando de su majestad, la lechuga, una planta ornamental que invadió los discursos y los platos sin que nos diéramos cuenta: nutricionistas aliados de la austeridad nos han convencido de sus bondades, no sin un dejo de colonialismo. Pero qué le vamos a hacer, garantizaron en la simbiosis con los humanos su lugar el planeta, al lado del chicharrón…

Todo este cuento, a raíz de mi descubrimiento de las huertas comunitarias del alto Fucha, lideradas por un grupo de mujeres bogotanas nacido como gesto de resistencia a los desalojos de todas partes: ni la más terca de las semillas habría tenido tanta fuerza para brotar y hacer comida en medio de las rendijas del concreto.

Las huertas comunitarias, surgidas de la ocupación de predios en alto riesgo de deslizamiento en las laderas del alto río Fucha, son uno de esos experimentos sociales y ecológicos que nos llenan de esperanza en estos tiempos pandémicos, precursores del caos climático. Convocar a niñas, niños y vecinos venidos de cualquier parte a sembrar zanahorias donde los urbanizadores piratas los llevaron con engaño es una pequeña insurrección nutritiva, un gesto de confianza en la naturaleza cooperativa de las personas ante las aspiraciones del pasado de tener, cada quien, su tierra de usufructo. Con su escopeta para espantar. Porque para sembrar así sea 100 metros cuadrados de cualquier cosa vale más el propósito que el producto, la conversación que junta a las abuelas con los más pequeños para contar una y cien veces las historias de las plantas que crecen, lentamente, y de los piojos, los gusanos, las arañas que se las disputan.

Cultivar, así sea lechuga, representa la renovación de nuestro vínculo con la tierra y uno de los orígenes de la cultura sedentaria; al final de la historia, de la ciudad. La mezcla del asentamiento agrícola y los enclaves de comercio nos hizo urbanos, a tal punto que olvidamos lo bueno que es llenarse de mugre las uñas y escuchar el viento en un maizal. Claro, es duro sembrar y proteger el verde, hay que decidir cómo espantar la miríada de bichos que compiten por cada grano, pues eso que llamamos naturaleza nos obliga a transformarla si queremos sobrevivir: su verdadero regalo es el reto de la adaptación.

En perspectiva de agrópolis, todos los habitantes de una ciudad tienen la posibilidad de intercambiar unos metros cuadrados de cemento por un espacio de cultivo compartido, un surco que sumado al de los vecinos configura una pequeña plantación que nos invita a conversar, intercambiar semillas, trucos y recetas. Si lo valoraran bien nuestras empresas inmobiliarias, atraería tanto o más que las canchas de tenis o la piscina compartida.

La agricultura urbana teje ciudad, hace espacio público y mantiene la biodiversidad. En la sabana de Bogotá, cuyo suelos agrícolas son privilegiados, estamos obligados a reinventar la manera en que los usamos, tal vez combinando como los muiscas, pero en clave de siglo XXI, el camellón con el vallado. Más cuando los científicos nos anuncian un incremento del 40 % de las precipitaciones anuales en los próximos 20 años…

* Rectora de la Universidad EAN.

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