Improbable mas no imposible

Arlene B. Tickner
19 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.

Si bien hasta hace poco las teorías conspirativas de Nicolás Maduro sobre un complot imperialista para derrocarlo se atribuían al delirio del dictador venezolano, hoy es difícil afirmar de manera tajante que es imposible una intervención internacional en Venezuela. Desde agosto de 2017, cuando Donald Trump planteó la opción militar públicamente y la discutió sin éxito con varios mandatarios latinoamericanos, entre ellos Juan Manuel Santos, el llamado a “hacer algo” ha aumentado con la profundización de la crisis. A la creciente lista de los que han planteado dicha necesidad se han sumado desde el reconocido economista Ricardo Hausmann, el alcalde exiliado de Caracas, Antonio Ledezma, el senador Marco Rubio y la embajadora ante la ONU, Nikki Haley, hasta el secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien afirmó en rueda de prensa en Cúcuta que “no debemos descartar ninguna opción”.

Por más improbable que sea que dé fruto, queda la incómoda sensación de que la semilla intervencionista ya está sembrada. Pese al rechazo inicial de sus asesores y de América Latina, el gabinete de Trump ha sido recompuesto con halcones que no ven tan controversial una “solución” militar si la diplomacia fracasa. Tal vez por ello se han publicado múltiples análisis que intentan demostrar que ésta sería desastrosa, ya que Venezuela no es Panamá ni República Dominicana, países que Estados Unidos ha invadido en el pasado, sino que se parece más a Irak, además de contar con unas fuerzas militares altamente equipadas que Maduro todavía controla (aunque su lealtad ante el régimen es dudosa).

Además de su inviabilidad táctica, no hay apetito político para una intervención unilateral en Estados Unidos, lo cual no significa que una acción “humanitaria” de carácter multilateral suscite el mismo rechazo. Empero, aun si en la ONU pudiera argumentarse que Venezuela plantea una amenaza a la seguridad internacional o que su crisis humanitaria exige invocar el principio de la responsabilidad de proteger, y Rusia y China no ejercieran su veto ante semejante planteamiento en el Consejo de Seguridad, casos como Libia resaltan lo catastróficas que también resultan las intervenciones de este tipo.

Ante el punto de inflexión al que están llevando la crisis migratoria y la parálisis en la negociación de una transición democrática, por no mencionar los fallidos intentos de golpe de Estado, parecería ser que un embargo —consistente en la prohibición de importaciones de crudo venezolano a Estados Unidos (y Europa) y de exportaciones de diluyente de crudo pesado a Venezuela— es una de las últimas armas diplomáticas que quedan para presionar a Maduro. Sin embargo, el miedo a que aumente el precio de la gasolina, sobre todo en época electoral estadounidense, más la dependencia de los refinadores del golfo de México del crudo pesado venezolano, lo hace inviable.

La posición de Colombia en todo esto es ambigua. Si bien Iván Duque ha afirmado —en contraposición a su jefe, Álvaro Uribe— que una acción unilateral “no es el camino”, la no firma colombiana de la declaración del Grupo de Lima que expresa su rechazo ante cualquier curso de acción militar, sumada al evidente desespero con el que el nuevo Gobierno busca asegurar financiación estadounidense, levanta sospechas indeseables sobre otras “salidas” multilaterales o encubiertas que no tendría reparos en avalar.

 

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