No hace muchos años, cuando uno iba por los pueblos de Antioquia, era frecuente ver todavía recuas de mulas cargadas de café y campesinos de sombrero montados a caballo. Los primeros damnificados por las motos, al menos en los pueblos, no fueron los taxistas ni los camioneros sino los caballos. Los defensores de los animales estarán contentos de que ya no se ensillen caballos ni se enjalmen mulas, pero quizá si los equinos hablaran opinarían que en vez de extinguirse preferirían que los montaran.
Varias veces he contado la huelga más triste de la historia: la hicieron los maleteros del aeropuerto de Pasto que protestaban por el invento de las maletas con ruedas. Según ellos esta innovación del demonio los estaba dejando sin trabajo y exigieron que se prohibiera su uso a todos los viajeros. Aunque la amenaza a sus puestos de trabajo era real, la huelga fracasó y no hubo forma de que las autoridades pastusas erradicaran las maletas con rueditas del mundo entero.
Me acuerdo de este cuento, real o inventado, cada vez que leo sobre algún oficio que desaparece o que corre el riesgo de volverse inútil. En tiempos de la revolución industrial, cuando muchos campesinos abandonaron el campo porque un tractor era capaz de hacer en menos tiempo el trabajo de diez zapadores, los labradores encontraron qué hacer como obreros en las ciudades. Se volvieron proletarios y Marx los animó a unirse y a tomarse el poder porque eran ellos los que producían la riqueza de las fábricas y no los capitalistas que se limitaban a explotarlos y a quedarse con la plusvalía del sudor de sus manos.
Hoy en día, con la revolución tecnológica (inteligencia artificial, IA, robótica, informática) hay muchos oficios en vías de extinción, y no solamente aquellos que se consideran los más humildes. Los análisis financieros, algunos contratos legales, y también los análisis de sangre o de orina, cada vez los hacen mejor las máquinas que los humanos. Un diabético no va al laboratorio a medirse el azúcar: se chuza un dedo.
Hay una página web que informa si el propio oficio está en riesgo de ser reemplazado por un robot. Al entrar a willrobotstakemyjob.com y escribir lo que hacemos (músico, piloto, médico, manicurista) se nos dice la probabilidad de que en los próximos años nos reemplace una máquina. Los cajeros de banco están condenados. Por honrados que sean y por bien que cuenten la plata, roban y se equivocan menos los aparatos. Taquilleros, vigilantes, obreros de construcción, choferes de carro parece ser que enfrentan el mismo destino de los cocheros, los ascensoristas y los agentes de viajes. Un dron manejado desde una oficina hará mejor la guerra que un piloto de avión.
En muchos campos la IA lo hace mejor que nosotros. La cámara que asocia mi iris con un pasaporte y me hace el proceso de inmigración en Bogotá lo hace más rápido que cualquier funcionario. Una cámara escondida tras la puerta cuida mejor el edificio que un portero con sueño. Cuando se denuncia el desempleo juvenil en las ciudades, y cuando el gobierno persigue a los drogadictos con medidas policiales desesperadas, muchos suponen que estos jóvenes son vagos y viciosos. Tal vez lo que pasa es que estos jóvenes no están siendo educados para ejercer ningún oficio útil y, como dice Harari, más que explotados, son irrelevantes. Si fueran enfermeros, electricistas o plomeros tendrían empleo. Para tener trabajo hoy ya no basta la fuerza de los brazos.
Aunque se dice que el oficio de novelista o de poeta es de bajo riesgo para que nos reemplace un robot, yo me preocuparía mucho si fuera poeta hermético o surrealista: la libre asociación y las metáforas raras las produce más y mejores un computador que cualquier mente. ¿Y como están los columnistas de periódico frente a las máquinas? Bueno, nosotros estamos condenados a desaparecer. De hecho el artículo que están acabando de leer fue generado por un robot capaz de escribir 12 iguales en hora y media.
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