En uno de los múltiples episodios de mini-pánico moral que pululan en nuestros medios de comunicación, este diario informó hace algunos días que se había “disparado” el consumo de Viagra entre los jóvenes.
La conclusión era que el fenómeno generaría consecuencias terribles. El clímax del informe era la declaración de un “sexólogo argentino”, según la cual aquel consumo crearía dependencia entre los jóvenes, minando su autoestima y por tanto dañando su desempeño ulterior. Debo admitir que todo el artículo me hizo reír mucho, y me recordó el tipo de inferencias que le encantan, entre otros, a los politólogos (tribu a la que pertenezco, a mucha honra). En realidad, a la conclusión del sexólogo argentino se le pueden hacer varias objeciones. Primero: ¿por qué diablos tendría que bajar la autoestima? Hay un camino posible totalmente diferente: el consumo inicial genera buenos resultados, que permiten superar los temores iniciales y refuerzan, no disminuyen, la autoestima. Segundo: ¿a cuento de qué tendría que preocuparse un muchacho porque su felicidad de hoy se vea empañada por problemas posibles en un nebuloso futuro? De hecho, si hicieran un sondeo entre hombres de todas las edades sobre sus preferencias en términos de horizontes temporales –digamos 10 años de oro seguidos por 10 de un descenso abrupto contra 20 años promedio—no estoy seguro de que la mayoría se inclinara por la segunda opción. Sin descartar que por entonces se hayan inventado ya otra pastilla para levantarle el ánimo a las víctimas de toma juvenil de Viagra. Tercero: ¿sí está probado que la mejora de hoy será castigada por una caída mañana? Cuarto: ¿quién dijo que hay una relación positiva y directa –“monótona creciente”, para usar el término pedantemente preciso—entre autoestima y desempeño sexual? ¿La consigna es: entre más te quieres mejor le va a tu pareja? No es tan evidente. Como los manuales de autoayuda se han convertido en una suerte de sentido común –una de las facetas horribles de nuestro tiempo—este tipo de afirmaciones pasa de contrabando sin discusión. Casi siempre desenmascaran al charlatán consumado. No se deberían aceptar sin sólida prueba empírica. Resultan, en el mejor de los casos, simplificaciones extremas.
Este es sólo un ejemplo. A cuánta gente no le oye uno cosas semejantes cuando trata de otros temas. Es que hay infinitas maneras de engañarse a uno mismo. Pero, ¡cuidado! Porque no todo es dudoso, y a menudo las inferencias simples se apoyan sobre terreno sólido. Un ejemplo de nuestra vida pública servirá de ilustración. Uno parte de que si alguien recibió un soborno, entonces alguien lo pagó. Pues bien: en Colombia sabemos que se usó de él para producir una decisión en un asunto importante y que la beneficiaria, la ex parlamentaria Yidis Medina, dio por ello con sus huesos en la cárcel. Pero ahora resulta que, aunque hubo soborno, no lo pagó nadie. Está Yidis, en toda su rotundez, pero la contraparte no aparece. Dudamos. ¿Quizás nuestra inferencia inicial fue equivocada? ¿Habrá sobornos en los que se recibe pero no se da? No, no existen, son una imposibilidad lógica. Se acaba la duda, comienza el risa, acaso la rabia.