Inglaterra, la memoria en un dedal

Arturo Charria
02 de noviembre de 2017 - 01:30 p. m.

En Inglaterra las amapolas florecen durante los últimos días de otoño. La temporada se extiende por 15 días y lo cubre todo: las solapas de los abrigos, las manos de los transeúntes, las estaciones de metro y las canciones que se escuchan en la radio. Todo se cubre con los pétalos rojos de las amapolas.

El origen de esta flor como símbolo de memoria se encuentra en el bello poema de John McCrae, escrito en 1915, En los campos de Flandes. McCrae fue un médico y soldado canadiense que combatió en la Gran Guerra (1914-1918); escribe sus versos ante el dolor y la frustración que le produce ver morir a sus amigos y compañeros, muchos de ellos fallecerían en sus propias manos. El poema es conmovedor, a través de las estrofas McCrae logra mantener un contraste entre el movimiento vital de un campo cubierto de amapolas y la imagen rígida de un cementerio que crece y se extiende en los campos de batalla. Todo el texto mantiene esa pulsión que va de la vida a la muerte:

Las alondras cantan desafiantes
Pese a todo;
Vuelan oyendo apenas
El fragor de los cañones


Cada año este poema vuelve a florecer entre el último viernes de octubre y el 11 de noviembre (día en que se firmó el Armisticio de Compiégne). Sin embargo, la memoria que evocan las amapolas de McCrae, convertidas en símbolo nacional, puede resultar compleja. Ya que termina exaltando, en mayor medida, un sentimiento nacional alrededor de la guerra, en lugar de buscar una comprensión del horror de ésta y las responsabilidades de quienes llevaron a la muerte a una generación entera.

Esta forma de abordar la memoria resulta peligrosa y complaciente. Por un lado, omite responsabilidades propias sobre los hechos exaltados patrióticamente y termina cantando a los muertos que con su sangre hicieron fértiles los campos de la nación. Y, por otro lado, niega el papel que esos mismos países han tenido en otras guerras o, lo que resulta más problemático, calla ante la historia imperial de un país como Inglaterra.

Dos lugares en donde se concentra esta tensión son: el Museo Británico y el Museo Imperial de la Guerra. El primero ofrece un viaje a través del mundo: sus culturas y las civilizaciones. Cada pasillo que se recorre resulta más imponente que el anterior. Fascinados ante la colección más grande del mundo, nadie se pregunta por el costo humano y cultural que ocultan estatuas, joyas, documentos y artefactos exhibidos. Así, la mayoría de los objetos “resguardados” en el Museo Británico contienen dos caras de la memoria: su valor simbólico y la silenciosa historia de un saqueo. Tras el resplandor de las vitrinas pocos se atreven a reconocer las relaciones sociales de explotación que palidecen bajo la tenue y cálida luz del Museo.

El segundo lugar es el Museo Imperial de la Guerra. Resulta interesante el nombre de “Imperial”, pues la mayoría de los objetos, al menos los más contundentes, son del siglo XX: aviones que cuelgan de gigantescos cables metálicos y entre las columnas de los cinco pisos del edificio, se asoman los cañones de los tanques y de las baterías antiaéreas del ejército británico.

Ambos museos se conectan y son la contracara de las amapolas de la memoria que por estos días florecen en Inglaterra. Pero esa historia no hace parte del relato nacional que se exalta en la memoria que cada año renace en el espíritu inglés. La memoria en este país es usada como un dedal que sirve para que nadie se lastime al indagar por las amapolas que crecen en otras partes del mundo, flores que existen por causa de un imperio que se siente orgulloso de su pasado.

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