Inmigrantes

Santiago Gamboa
19 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

Entre las mil vueltas extrañas que da la vida, a veces volteretas, la más inesperada tiene que ver con la llegada masiva de venezolanos a Colombia y del modo en que eso se cuela en todas las conversaciones. Es una situación que me abochorna. Durante 30 años fui inmigrante en otros países. En España, cada vez que hablaba, me preguntaban de dónde era. Debía identificarme si quería decir algo, y si surgía un conflicto lo primero que me echaban en cara era precisamente eso, ser extranjero, y en una modalidad que ellos consideraban muy poco prestigiosa: colombiano, sudamericano.

En París también fui inmigrante desde el inicio de los años 90. Allá la pregunta era: “¿De dónde viene ese acentico?”. Era el modo en que le pedían a uno que se identificara. Y siempre lo hice, pues, al fin y al cabo, era su casa. Y eso que los franceses llevan mucho más tiempo que los españoles conviviendo con extranjeros, pero igual viví a diario cosas difíciles, con frecuencia humillantes. Recuerdo que algunos compatriotas, sobre todo mujeres, preferían decir que eran mexicanas o incluso venezolanas. Para que no las miraran mal. Era una época en la que decir “colombiano” no ayudaba mucho. Con el tiempo las cosas cambiaron, pero a lo largo de los diez años que viví en Francia siempre tuve como música de fondo, cada día, el hecho de ser inmigrante, de no ser de ahí. Por más que pasaban los años, siempre volvía la pregunta, “¿de dónde viene ese acentico?”. Me acostumbré a eso. Vivir, para mí, era estar en tierra ajena. La condición de inmigrante se incorporó a mi identidad como una inofensiva enfermedad crónica que, sólo de vez en cuando, me ocasionaba problemas.

Al llegar a Italia esto continuó, pero a pesar de que los italianos no tenían costumbre de convivir con extranjeros, siempre fueron muy amigables. Y lo siguen siendo. Las sucesivas crisis, económicas y políticas, llevan a muchos a preguntarme, al notar por mi acento que soy de otro lugar, qué es lo que me atrae de Italia. Cuando se los digo sonríen, les gusta que valore lo que ya ellos no ven. Ahora me dieron la nacionalidad italiana, pero sigo oyendo al fondo esa música. El tam tam del inmigrante que siempre fui.

Por eso ahora, en Colombia, me pone de los nervios oír los reproches a los venezolanos que llegan. A quienes hace 20 años les daba vergüenza decir en París que eran colombianos, hoy se les llena la boca denunciando, aparentemente alarmados, que los semáforos están llenos de venezolanos, que están regalando su trabajo por un tercio del precio en todas las profesiones (incluida la prostitución). Pero al oírlos reconozco un ánimo revanchista con el país vecino que antes era el rico, y un cierto tufillo patriotero que me envenena el ánimo. Qué provinciano es ese desprecio. Porque hay una sencilla verdad, humana y universal: cuando un pueblo tiene problemas va donde hay condiciones mejores. Por eso cinco millones de colombianos fueron a Venezuela en otra época. Por eso los sicilianos emigraron a Estados Unidos, y por eso los africanos pobres y los sirios que huyen de la guerra van hoy a Europa. El hombre ha sido inmigrante desde sus orígenes, y por eso lo que corresponde es ser comprensivo y solidario con todos ellos.

 

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