Publicidad

Insolidaridad y desprecio por lo colectivo

Rodolfo Arango
03 de noviembre de 2014 - 03:00 a. m.

El ministro de hacienda, Mauricio Cárdenas, declaró hace pocos días que ciertos colombianos evaden cerca de cincuenta mil millones de dólares en paraísos fiscales, astronómica suma que serviría para financiar el posconflicto.

Más que acertar, el Gobierno, cuando revela esta aterradora información, lo que hace es confesar su incompetencia e incuria para enfrentar el fenómeno, en buena medida por la precariedad de la policía tributaria o por la cercanía de los evasores al alto poder político. La población tiene el derecho de conocer los nombres de las personas naturales y jurídicas que evaden el pago de impuestos, y el Gobierno tiene el deber de informar sobre las medidas tomadas para someterlas a la ley y la justicia.

El exdirector de la DIAN Juan Ricardo Ortega tenía la firme intención de que el Congreso penalizara a los grandes evasores y se hiciera pública la identidad de los investigados. Pero la iniciativa no llegó lejos, pese a los devastadores efectos que la masiva evasión significa para el bienestar general. El ministro de Hacienda y la canciller presentan como una victoria la echada para atrás en la declaratoria de paraíso fiscal a Panamá, en parte porque se habría avanzado en un acuerdo de intercambio de información con la hermana nación; pero la sensación es que el Gobierno midió mal a quienes tocaban sus medidas y rápidamente renunció a defender principios cuando supo del costo implícito de mantener su efímera cruzada por la justicia tributaria.

Razón le asiste a Martha Nussbaum en su reciente libro Emociones políticas (Paidós, 2014) cuando afirma que toda sociedad necesita conocer las causas que acentúan las malas inclinaciones de sus ciudadanos. La ceguera social que impide asociar la evasión tributaria con la desigualdad y la violencia es un extendido mal que aqueja a amplios sectores de la sociedad, en especial a los económicamente pudientes. Sin duda, la segmentación y segregación sociales, por vía de un sistema educativo mal concebido y peor administrado, contribuyen a generar débiles seres humanos y pésimos gobernantes. Lo que es un fenómeno extendido a nivel mundial, tiene expresiones grotescas en países periféricos descompuestos por el crimen y la corrupción política.

La clase dirigente colombiana, con su creencia de que todos los problemas se resuelven con plata o a bala, lo que vale desde cuadrar elecciones hasta someter a la guerrilla, no entiende que la concordia y el bienestar general no dependen sólo de atraer inversión extranjera hacia el “nuevo tigre latinoamericano en la era del posconflicto”; para arribar a la paz es además indispensable superar la afectación emocional, producto de una sociedad mal ordenada y duramente golpeada por décadas de conflicto armado y de degradación humana. La plata apacigua o compra conciencias, pero no genera los cambios emocionales y de pensamiento necesarios para construir colectivamente.

Es imperioso ahondar en las causas de la insolidaridad y del desprecio por lo colectivo, tan extendidas entre los colombianos. La fe en la rentabilidad de los negocios o en la productividad de las empresas, en un contexto internacional incierto, resulta miope estrategia para aclimatar la paz en una cultura de la trampa, el juego y la insoportable superficialidad de los gobernantes. Sólo la recuperación de lo político, mediante la activa participación, la movilización y la paciente organización de la población en torno a partidos políticos fuertes y responsables, puede generar la masa crítica indispensable para llevar a cabo las profundas transformaciones que el país requiere.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar