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Intercambio de rehenes

Salomón Kalmanovitz
09 de enero de 2008 - 03:22 p. m.

Ante el fracaso de la entrega de tres secuestrados de las Farc, que ellos llamaron "prisioneros de guerra", incluyendo al comandante Emmanuel, es claro que fracasa la intermediación no solicitada del presidente Chávez.

Ello no cambia la existencia de fuertes presiones internacionales para alcanzar la liberación de muchos secuestrados. El Gobierno colombiano tiene ahora la posibilidad de iniciar al menos y controlar un proceso de canje de rehenes con la insurgencia, parecido al que hizo la administración Samper en 1996.

Alguien me comentaba que el reconocimiento de la guerrilla como organización beligerante, como la planteaba Bernard-Henry Levy en la revista  New Republic, había sido otorgado por la administración Pastrana y que las Farc habían abusado de la prerrogativa, incumpliendo las más elementales normas del derecho humanitario, como el secuestro de civiles y el reclutamiento de menores de edad.

En ese momento, sin embargo, las Farc estaban en ascenso militar, pasaban de la guerra de guerrillas a una etapa de guerra de posiciones con la movilización de frentes con medio millar de hombres y obtenían triunfos frente al Ejército y la Policía. Consideraron entonces la negociación sin límites en el Caguán como una oportunidad para ganar más ventaja militar, despreciando la apertura política que se les ofreció.

Ahora la situación es a otro precio. Las Farc están acorraladas en lo profundo de la manigua, bajo condiciones alimenticias y de salubridad deficientes, lo cual debe ser otra consideración para no cargar con el peso de 700 secuestrados y comenzar a utilizarlos para recuperar sus presos y reganar algo del espacio político que estúpidamente desdeñaron. Han sufrido contundentes derrotas en Cundinamarca, Antioquia, la Costa, Santanderes, el Valle y si acaso alcanzan a asomar la cabeza en los departamentos del sur del país. La tecnología provista por los norteamericanos ha permitido dar de baja a muchos de sus mandos medios. Aumenta la deserción, los robos de sus fondos y se les dificulta el reclutamiento.

Quizás la dirigencia más joven de las Farc comienza a entender lo mismo que condujo al abandono de la lucha armada del M19, del Epl y ahora del Eln: en las condiciones colombianas la población en general, y la urbana en particular, rechaza rotundamente los métodos violentos y mafiosos de hacer y financiar la guerra. Hoy en día, la población urbana es 76% del total. Sin apoyo político la insurgencia se debilita, aunque el narcotráfico da para sostener el conflicto por muchos años.

El gobierno Uribe no parece tener la flexibilidad para entender que también puede utilizar la política para salvar a los secuestrados de las Farc y avanzar en la dirección de una solución política al conflicto colombiano que lleva más de medio siglo, si tenemos en cuenta que la violencia partidista ocurre en los años cincuenta del siglo XX. Uribe considera a las Farc como un enemigo absoluto que sólo merece ser destruido. Pero ello implica un desperdicio enorme de vidas y de recursos públicos que podrían tener un destino mejor.

Como argumentaba antes, para el gobierno colombiano no es costoso reconocer a las Farc como organización beligerante porque ha perdido el terreno ganado cuando George W. Bush, su aliado conservador, estaba en auge con su campaña antiterrorista mundial. Los errores o paranoias de las Farc han derrotado la intermediación internacional para encontrarle solución al problema. Si Uribe las reconoce, no será necesario ningún despeje militar que no tenga como finalidad puntual canjear secuestrados por presos.

Para avanzar, el Gobierno debe cambiar el Comisionado de Paz por una personalidad muy discreta, que tenga credibilidad como árbitro y que se reúna con las Farc fuera del país, para trazar una agenda sencilla con un solo tema: el rescate de los secuestrados. Después podrán venir otros.

 

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