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Inventario de colegas

Pascual Gaviria
24 de diciembre de 2008 - 12:55 a. m.

ALGUNA VEZ LE OÍ DECIR A EDUARdo Escobar que el ejercicio del columnista tiene que ver sobre todo con el arte de la mecanografía. Un desdén merecido para quienes buscamos un dictado de conciencia cada semana con un ojo en el reloj y otro en el ábaco de palabras de Word. Sin embargo, no hay escritura que genere más súbditos y más enemigos que la octavilla de prensa.

Son el credo y el estribillo de las barras bravas de la opinión nacional. Sacaré entonces el fanático de periódico que me habita para deshojar mis gustos y mis fobias. En el reino de la actualidad dos historiadores son mis favoritos. Sus columnas contradicen siempre alguna certeza recién instalada, desconfían de los desconfiados profesionales y prefieren la memoria a la paranoia. No los obsesionan los bandos políticos sino los temas, así que una semana le pueden dar la razón a un comentario entre dientes de José Obdulio y la siguiente compartir un queja de Piedad Córdoba. Porque en ocasiones el delirio y la realidad se tocan. Nunca escriben un pregón y saben que la diferencia la hace la melodía y no el volumen. Sus columnas buscan contradecir alguna histeria política o exhibir algún olvido con la gracia de quien devela la reliquia entre los misterios del terciopelo negro. Eduardo Posada Carbó y Jorge Orlando Melo me recuerdan al profesor que entrega algunos secretos en la charla de cervezas después de los rigores de clase.

Pero no sólo de mesuras inteligentes vive el periodiquero. De vez en cuando es interesante leer a los columnistas inspirados por la ira y el intenso dolor. Mirar a los extremos nos proporciona una idea clara de nuestro lugar en la escala cromática nacional. Una leve identificación con las opiniones de los columnistas fieros sirve como alerta temprana para identificar trastornos de argumentación. De otro lado la imaginación de los paranoicos produce siempre, después del sobresalto inicial, una deliciosa sonrisa de alivio. Nunca es sano leer a estos espadachines cada ocho días, se corre el riesgo de intentar una respuesta a sus contorsiones, lo que significa un primer síntoma de contagio. El lenguaje oscila entre la arenga y el panfleto, útil para ejercicios teatrales o para la composición de anónimos. Fernando Londoño Hoyos está en una de las columnas que marcan los extremos. Su lectura esporádica puede ser útil para saber lo que José Obdulio no se atreve a decir. Al otro lado está Felipe Zuleta Lleras, un cómico con ínfulas de iluminado. Un hombre que se siente el Can Cerbero de la dignidad nacional y es apenas uno de esos pincher estridentes que le ladran hasta a su propia sombra.

A diferencia de mis favoritos las señoras a las que me refiero no escriben sus columnas alrededor de un círculo de saber sino de un viejo revoloteo de poder. Se dedican a comentar sus corrillos como si fueran los escenarios de todas las revelaciones. Les encantan los bandos bien definidos: una vez han tomado partido por la facción política de sus preferencias dedican toda la energía a defender la ficción ideológica correspondiente. Semana a semana exhiben su indignación moral frente a los modales del país maltrecho que les tocó en suerte. Sin necesidad de revisar sus cuartillas soy capaz de repetir algunas de sus fórmulas de siempre: “país asesino”, “sociedad indolente”, “dirigencia adormecida”, “opinión pública obnubilada”. Sueñan con que el lector termine la visita a su página con un muy decidido: “Es el colmo… definitivamente”. Cuando entregan una sorpresa a sus visitantes, cosa que sucede una vez cada semestre, se debe sobre todo al tono de exaltación y no al tema singular o a la perspectiva privilegiada, simplemente han llevado hasta un extremo de algarabía sus disputas de siempre. Lo peor es que es normal que entablen diálogo frente a sus lectores. María Isabel Rueda escribe una diatriba contra los indígenas y María Jimena Duzán le responde ofendida. Unas semanas antes habían hablado largo y tendido sobre el cacique mayor. El único hombre de sus desvelos de cada ocho días, bien sea para sueños o pesadillas.

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