Investigar para enseñar

Jaime Arocha
18 de diciembre de 2018 - 03:40 p. m.

Elías Sevilla Casas y yo fuimos los primeros antropólogos colombianos en regresar al país con nuestros doctorados. Él se graduó en 1973 de Northwestern (Chicago). Yo, en 1975 de Columbia (Nueva York). Él entró a la Universidad del Valle. Yo perdí el examen que durante esos años los estudiantes les hacían a quienes se proponían ingresar a la carrera profesoral. Muy trosko, sentenciaron: un Ph.D. y la consecuente relevancia de la investigación eran secundarios frente al acomodo de facciones políticas. Sin embargo en 1985, desde la rectoría de la Nacional, el historiador Marco Palacios contribuyó a que las valencias cambiaran, abriendo concursos para doctores.

Al puntaje para ingresar al Departamento de Antropología contribuyó mi pertenencia al equipo que el sociólogo venezolano José Agustín Silva Michelena había formado entre la Universidad Central de Venezuela y la de las Naciones Unidas para estudiar la relación entre cultura y violencia. No contaba con aquel palo en la rueda consistente en una norma que aún se mantiene: uno pasa el período de prueba enseñando, no investigando. Entonces, tuve que pedir una licencia no remunerada y permanecer en el grupo de Silva Michelena.

Me reintegré para enseñar “sociedades precapitalistas”. En todo el sistema de educación pública superior todavía regían los programas académicos de ciencias sociales basados en la versión marxista de la historia. Me salí del guion presentando resultados del trabajo etnográfico que había llevado a cabo sobre la violencia en el Quindío. Para mi sorpresa, la Secretaría de la Facultad me amonestó no porque me hubiera salido del libreto oficial, sino porque a los profesores de la Nacional los caracterizaba la modestia y no esa arrogancia de la cual yo hacía alarde al fundamentar un curso en mis observaciones de terreno sobre el campesinado caficultor.

Por fortuna ese mundo al revés siguió cambiando a finales de los años 80 con la rectoría de Antanas Mockus, quien valoró de tal modo la experiencia investigativa que pudo ser contabilizada a la par de la docencia, y de esa manera agilizar el ascenso de los doctores desde el escalafón de instructores al de profesores asociados. En adición, una reforma curricular les permitió a los estudiantes de antropología graduarse pasando por laboratorios de investigación social, cimentados sobre las propuestas que los profesores sometían al análisis y aval de comités de alto nivel.

Con todo, la administración persiste en percibir esos laboratorios y el desarrollo de los respectivos proyectos como “descargas académicas”, casi especies de vacaciones a compensarse asumiendo en el siguiente período pesadas obligaciones docentes. Hoy la crisis financiera de las universidades públicas ha derivado en que hasta esas “descargas” se reduzcan al máximo, de modo que los investigadores con doctorado se concentren en ofrecer asignaturas multitudinarias y algún seminario de posgrado. Por si fuera poco, la paquidermia administrativa ha llevado a que la investigación tienda a realizarse por fuera de la universidad, y más bien bajo la sombrilla de oenegés basadas en la cooperación internacional, con perjuicio para el diálogo interno entre docencia e investigación. Ojalá que una parte significativa de los nuevos recursos que acaban de ser negociados entre el movimiento estudiantil y el presidente Duque se destinen a reinstituir la investigación como parte integral de las responsabilidades académicas dentro de la universidad pública.

* Miembro fundador, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional.

 

 

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