Irán: tensiones postergadas

Juan David Ochoa
11 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Trump ordena la muerte del general Qasem Soleimani y Medio Oriente estalla, otra vez, en una nueva explosión de pólvora, resentimiento y codicia que lo empolva de nuevo todo entre la arena del desierto y la ambigüedad histórica. Los muertos en la región y en el mismo contexto desbordan las cifras y los números posibles: la caída del general fue antecedida por el ataque en masa de chiitas a la embajada de los Estados Unidos el pasado 31 de diciembre, y ese ataque fue antecedido por la muerte de 25 milicianos de Hezbolá, una respuesta y represalia ante la muerte del contratista norteamericano en otro bombardeo. Muertos acumulados en una escalada que proviene desde los tiempos monárquicos del Sha y la sumisión cultural a las decisiones del imperio británico que extraía el petróleo iraní para sus arcas de siglos.

Fue con la elección democrática en 1951 de Mohammad Mosaddeq y sus posteriores intenciones de nacionalizar el petróleo cuando se agigantó el desastre. Los británicos fueron expulsados de la región y su venganza fue una alianza estratégica con los Estados Unidos para derrocarlo con las tácticas conocidas de la CIA y poner en el trono a un nuevo rostro, el sha Reza Pahlavi.

El golpe fue el germen de la revolución Islámica que iba a llegar al clímax en 1979 en una alianza general de la izquierda, el sector estudiantil y los sectores religiosos en cabeza del Ayatolá Jomeini. La hegemonía norteamericana y británica en la región fue cortada de un tajo, y el radicalismo iraní, dirigido por las fuerzas Quds contra los excesos de Occidente en la región, desembocaron progresivamente en una financiación alterna y secreta de ejércitos irregulares que trabajarían para la revolución en la sombra: Hezbolá, Al Qaeda y Hamás.

Ese argumento legitimó el discurso oficialista de los presidentes norteamericanos que quisieron recuperar el dominio petrolífero en la zona arguyendo una defensa de la democracia mundial contra los grupos terroristas. Israel, por su parte, aliado perpetuo de Occidente, intensificó las tensiones con sus recientes primeros ministros radicalizados que elevaron el tono de sus discursos en pleno centro del polvorín. Pero nunca han dicho nada, por supuesto, sobre los vínculos con terroristas por parte de Arabia Saudita, su aliado petrolífero mayor y su más grande compañero de lucha Suní contra el chiismo de los ayatolás amenazantes. El rasero moral de todos los presidentes norteamericanos y los primeros ministros israelíes que han jurado defender el mundo contra enemigos peligrosos se diluye cuando les ponen en la mesa las andanzas de los príncipes saudíes. No van a arriesgar nunca sus intereses en el crudo y en la bolsa por detalles menores de una complejidad moral que los espectadores olvidan fácilmente en coyunturas ambiguas de religiones lejanas. Para eso tienen allí la resonancia de los enemigos públicos que eligen periódicamente para manosear y derrocar si los tiempos lo exigen. Así lo hicieron también con Saddam Hussein, a quien usaron y financiaron para que liderara la destrucción de Irán en la primera guerra del Golfo Pérsico, y derrocaron y asesinaron cuando no les servía más en el camino y su figura ya estaba deslegitimada por sus excesos.

La escalada en Oriente Medio continúa y los ataques volverán después de una mesurada calma por intereses mutuos y una economía que tambalea por la fragilidad de las políticas internas. Trump parece haber logrado por ahora su cometido prioritario: opacar el impeachment y postergar la caída de su imagen a pocos meses de la contienda electoral. Los ayatolas esperarán al otro lado del mar una nueva cortina de humo y otra escalada en los tiempos postergados.

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