JEP, antivacunas y “Joker”

Mauricio Rubio
24 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

Será imposible racionalizar la JEP mientras quienes la integran o apoyan le tengan fe ciega, delirante.

La ingenuidad surge de una precaria formación en ciencias penales agravada por creer que ese conocimiento sobra. Es como si el movimiento antivacunas se apoderara del sector salud para sanar epidemias con esencias florales. Ambos activismos, antivacunas y pro-JEP, declaran que prácticas ensayadas y evaluadas en muchas sociedades por largos años no funcionan.

Las falacias antimédicas han causado un daño enorme. El sarampión, que ya era residual, rebrota con fuerza. Además de exagerar efectos adversos, ven las vacunas como una conspiración entre gobiernos y farmacéuticas. Lidiar con la militancia antivacunas ha sido complicado por la futilidad de argumentos racionales y datos, contraproducentes con quienes responden emotivamente. Según una oposición inmune al sentido común y la evidencia, la justicia penal solo busca reprimir a quienes la sociedad empujó a delinquir. Cualquier crítica a la JEP es reaccionaria, guerrerista.

En 1871 Inglaterra hizo obligatorio vacunarse, con multas, embargos y cárcel por impago. Tan drásticas medidas provocaron revueltas que llevaron a conceder “objeción de conciencia” a quienes creyeran que les causaban daño. Los jueces acabaron firmando exenciones “como si fueran autógrafos”. Con levantamientos populares se inició un movimiento internacional de resistencia civil al ataque estatal contra las libertades y “el cuerpo de los ciudadanos”.

La justicia restaurativa, arquetipo antipenalista, surgió en comunidades indígenas contra el Estado opresor. Posteriormente, menonitas y otros grupos religiosos buscaron suavizar el sistema penal, promoviendo encuentros entre víctimas y atacantes. Rechazaban la prisión, lamentaban las víctimas “ignoradas, desdeñadas, abusadas por los procesos judiciales”. Añoraban transparencia en las negociaciones de rebaja de penas y postulaban que la justicia tradicional opacaba la verdad: castigar criminales no bastaba para que se responsabilizaran por sus actos, empatizaran con las personas afectadas y confesaran. Víctimas que “contaran su experiencia a quienes les causaron daño” garantizarían la verdad y la no repetición.

Ambos movimientos atraen militantes voluntaristas. Defender los derechos de una minoría ante el sistema excluyente otorga carta blanca para entrometerse en áreas complejas sin saber lo mínimo. En Colombia, a la insolencia contra la justicia penal contribuyeron célebres constitucionalistas. Tal vez pensaron que como la Magna Carta abarca todas las ramas del derecho, su conocimiento era un paspartú y el proceso de paz indujo su metamorfosis a seudopenalistas. Para dialogar con alzados en armas, proclamaron que persecución militar, sanciones y represión eran contraproducentes. Volvieron tautológica la noción de impunidad. Adoptaron el candoroso supuesto de que ante la JEP los victimarios contarían sinceramente sus crímenes y las víctimas quedarían satisfechas. Hasta las madres de Soacha son escépticas: “Los militares no están diciendo la verdad”, y, como enseñando procesal penal, le sugieren a la primípara magistratura rudimentos para contrastar testimonios.

“El castigo es la forma de justicia más facilista, pues no implica un cambio estructural de las maneras del statu quo”, pontifica una feminista mostrando que las falacias calaron. Insólitas alianzas sacrifican dogmas: “La violación no se deshace si el violador se pudre en la cárcel, pero la dignidad sí se restaura con el reconocimiento y la verdad”. Súbitamente la crucial revictimización es irrelevante y se ignoran víctimas que piden justicia, como la Rosa Blanca. “Te siguen violando, cuando te revictimizan y te obligan a sentarte frente a tu victimario”, anota Jineth Bedoya desafiando la médula de la retórica restaurativa.

En la patria boba, sólo unos cargos por narcotráfico impidieron que un militar condenado a 48 años por falsos positivos y masacres quedara en libertad condicionada concedida por la JEP. Para las víctimas, el supuesto de que la memoria histórica reemplazará el clamor por justicia es tan infame como totalitario. En la jurisdicción penal, el irrespeto por elementales principios de igualdad ante la ley y proporcionalidad entre delitos y sanciones serán devastadores.

La capacidad del cine para manipular emociones puede legitimar la charlatanería. Es fácil imaginar convincentes guiones antivacunas. Por eso me incomodó ver Joker: pensaba en su influencia sobre la JEP y su fanaticada, días antes de que Roy Barreras exhibiera en el Congreso la imagen del nuevo ícono progre. Con tal respaldo mediático, político e intelectual, ahorrándose áridas lecturas, la magistratura neopenalista se sentirá a la vanguardia en el tratamiento de los peores criminales: evitar la represión estatal que causa daño y resentimiento, priorizar el diálogo psicoanalítico, desmenuzar el entorno social que transforma a cualquiera en delincuente, siempre prevenir, nunca castigar... Que un auditorio europeo o norteamericano aplauda esa ficción, vaya y venga: allá la violencia no es crítica y nadie está saboteando el sistema penal, que sigue actuando con severidad. Pero en Colombia los criminales no son payasos y la novata JEP, aupada por intelectuales que se sienten entre menonitas, hace trizas una justicia ya deficiente. Encima, Foucault asesinó con premeditación y alevosía a Beccaria y ese magnicidio también quedará impune.

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