Jodidos, ni guerra ni paz

Sergio Ocampo Madrid
24 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Creo ser un pacifista convencido, e inclusive aguerrido, si me valen el oxímoron. Desde siempre, pero de manera militante en estos últimos seis o siete años. Ahora bien, y ya lo he dicho y lo he escrito varias veces: el pacifismo no te hace moralmente superior per se, ni perfecto, ni ajeno a las pasiones, ni inmune al rencor y a los enojos. Es patético ese cliché de que los que adscribimos a la paz como norma de vida, personal y colectiva, vivimos cantando el kumbayá, tomados de las manos, no decimos groserías y no sufrimos de malos pensamientos ni nos tiramos pedos.

Por eso, hoy más que nunca estoy convencido de que, por la paz, por el momento histórico, por todo lo interesante que parece vislumbrarse en un futuro que no está muy lejano, el Estado tiene que doblegar al Eln y a las disidencias de las Farc. Y tiene que hacerlo de frente, combatiéndolos, con todo el respeto al derecho internacional humanitario, ceñido a los protocolos de la guerra, pero debe hacerlo porque ellos nos van a estropear con su fundamentalismo y su torpeza esta incipiente ilusión de que algo ha empezado a cambiar en estos platanales.

Hubo una guerra justa y tuvo su momento, aunque pocos resultados positivos en la práctica, porque quienes la hicieron la dejaron extender mucho en el tiempo, bajo esa lógica marxista de que el paso de los días y los años no importaba para una revolución, y sí importó porque el conflicto se envejeció con ellos y, aún peor, se degradó; lo dejaron degradar hasta volverse monstruoso y criminal. Es la consecuencia de las guerras muy largas. Pero, además, ellos se aislaron en las selvas y así se marginaron de los flujos de pensamiento, de las transformaciones profundas en la conciencia, en las dinámicas mundiales alrededor de la justicia y los derechos humanos, en las mismas prácticas revolucionarias. Aún peor, se arrogaron el derecho de hacer una guerra a nombre de millones que nunca, o casi nunca, nos sentimos identificados con ellos. Al comienzo, por la simple indiferencia de este pueblo indolente acostumbrado a malvivir, y luego porque ya no era posible conectar con la masacre, el secuestro, el narcotráfico. También se creyeron para-Estado, con capacidad de gravarnos y ordenarnos.

Hace casi ocho años, las Farc mayoritariamente consiguieron la lucidez para corregir ese rumbo catastrófico, y hace casi cuatro, muchos millones (y a conciencia evito decir la mitad de los colombianos) consideramos que había llegado el tiempo de nuestras propias correcciones y que era sensato e inteligente rescatarlos de la selva, incluirlos, perdonar, perdonarnos, saber la verdad y lograr algo de justicia en lo simbólico. Podíamos sacrificar la opción de la justicia, pero no el imperativo de conocer la verdad. Fue muy bello que el Sí ganara en la mayoría de zonas donde la gente tenía muchas más memorias dolorosas, y muy desalentador que se impusiera el No en tantas capitales.

Del 2016 para acá, aun con un acuerdo muy maltrecho, con un nuevo gobierno en clara misión de desmontarlo, una Fiscalía abiertamente hostil, con una JEP maniobrando en turbulencia, el país pareció entrar en una nueva lógica, una de empezar a preocuparse por la corrupción como enemigo verdadero, a reclamar por el enanismo moral e intelectual de sus políticos, a plantarse en plaza pública por los páramos, el fracking, los tiburones, por el asesinato de líderes sociales, a votar por la diversidad sexual, a manifestarse sobre el aborto y el derecho a morir con dignidad. Esas cosas que son la agenda pública en los países civilizados.

Lo dijo Joseph Stiglitz a la BBC hace menos de un mes en Cartagena: “La sorpresa es que el malestar en América Latina tardara tanto en manifestarse”.

Hace unos días, Claudia López denunció que buena parte de los siempre misteriosos encapuchados de las marchas, los que rompen, destrozan, obstruyen, vandalizan, son financiados por el Eln y las disidencias de las Farc. No entiendo cuál es la lógica revolucionaria en todo eso y dónde está la sintonía con las causas sociales, las luchas y la búsqueda de reivindicaciones que supuestamente los alienta. Al contrario, esa violencia anónima, oportunista, que termina siendo reprimida por la fuerza, es el perfecto argumento para criminalizar la protesta, para sofocarla y para desestimular a la gente a sumarse y participar.

El Eln no se dio por notificado con el mensaje apabullante de la ciudadanía hace tres años cuando ganó el No, con manipulación, con mentiras, con cartillas fraudulentas, sin duda, pero que cayeron perfectas y fecundas en un terreno sembrado de odio y suspicacia hacia la guerrilla, abonado de modo paciente durante tantos años por los errores políticos de las Farc. A estas alturas, los elenos insisten en el expediente del “paro armado”, de quemarle el camión a un pequeño propietario, dejar sin luz un pueblo con 38 °C a la sombra, de la matanza de policías a quienes apenas empieza a vérseles la sombra de la barba. Y de infiltrar marchas masivas en las que una nueva generación de colombianos cree, como yo creo, que la revolución la hacemos en las calles, en las plazas, resistiendo. Hasta que nos oigan.

Nada más conveniente para el pequeño Iván Duque que regresar al país a ese statu quo inmovilista de no guerra pero no paz, ni lo uno ni lo otro, que es el estado ideal para mantenerse en el poder: el de un conflicto de baja intensidad que deja crecer la economía pero nos mantiene asustados para no exigir, para no llamar a cuentas y obligar a responder a esta miserable clase dirigente.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar