Jugar los clásicos

Antonio Casale
12 de noviembre de 2018 - 11:00 a. m.

Pasan los años y uno comienza a perder la capacidad de riesgo. Poco a poco se toma la mente el miedo a perderlo todo: dinero, prestigio, trabajo, lo que sea. Al comienzo, la vida era un juego; después, las cosas que nos gustaban más se convirtieron en sueños y al quererlos hacer realidad llegaron las responsabilidades. Después llega la hora de trabajar, las deudas, sacar a los hijos adelante. En fin, la vida pasa y la presión aumenta. Ya no es tan divertido.

Como hincha del fútbol es lo mismo. Primero era jugar a ser el ídolo del equipo amado en el parque del barrio. En la adolescencia comienzan a doler los clásicos que se pierden por cuenta de las burlas de los crueles seguidores del rival. Yo preferí hacerme el enfermo para no ir al colegio el lunes aquel después del 7 a 3 de Santa Fe a Millos antes de tener que soportar a los rojos. Ya cuando uno es adulto no sabe si quiere que llegue el clásico o no, y lo más importante es no perderlo.

A los jugadores les pasa algo similar, pero peor. Primero jugaron a la pelota en el barrio. Después, a los 18 años como mucho, se echaron a la espalda el piano de tener que sacar a su familia de la pobreza y el juego se convirtió en trabajo, el trabajo en obligación y la obligación en presión. De alguna manera se pierde la alegría de jugar y se cambia por el miedo a fracasar, a no llegar a primera, a lesionarse, a ser suplente, a no jugar el clásico, y si son titulares, a cometer errores que terminen afectando al equipo, a la hinchada, a la prensa, a la esposa, a la mamá, a su carrera. Toda esa presión hace que el miedo a perder sea más grande que la convicción de ganar.

Por eso los clásicos, sobre todo en este lado del mundo, son tan dramáticos. Ayer jugaban Boca y River, Millos y Santa Fe, y en Europa Manchester City y Manchester United, Milan y Juventus, clásicos y más clásicos, y el resultado es lo único que vale. Presión, más presión.

Menos mal a veces, como ayer, aparece algún valiente entre tanto pavor capaz de jugar como cuando era niño, aun bajo presión. Son los que marcan diferencias. Ellos son los héroes, los que hacen en la cancha lo que todos deberíamos hacer en nuestras vidas cuando la presión esté alta: volver a jugar.

 

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